di Rafael Serrano Garcia
in Memoria e Ricerca n.s. 33 (2010), p. 135
Castilla y León,
de mito liberal a plataforma de la contrarrevolucion espaňola, 1808-19361
Los dos antiguos reinos medievales de Castilla y León (o de Castilla la Vieja y León, según la terminología de la división provincial del siglo XIX), reunidos en una sola corona en 1230, bajo el rey Fernando III, son el origen remoto de la actual comunidad autónoma de ese mismo nombre2 y han sido considerados también como la cuna de la nación española, por su papel en la Reconquista, un proceso secular (718-1492), por el cual los reinos cristianos arrebataron a los musulmanes el terreno perdido por la monarquía visigoda en el siglo VIII. El resultado de la unión entre Castilla y León dio lugar a la corona de Castilla, que fue la base o el motor de la unidad nacional a partir del momento en que este reino se unió al de Aragón, con el matrimonio de los Reyes Católicos (Isabel I de Castilla y Fernando, heredero de la corona de Aragón, en 1474). Ese papel central atribuido a Castilla en la construcción de la nación española resultó potenciado por la ideología liberal, en el siglo XIX, al encontrar en dicho reino el origen de instituciones de origen medieval, como las Cortes, en las que se plasmó el legítimo derecho del pueblo a intervenir en los asuntos del reino, o como los concejos, que habrían sido la expresión más fidedigna de los derechos de los castellanos, un pueblo de hombres libres, de espíritu eminentemente democrático, que no habría sufrido el yugo del feudalismo. Esta idealización de Castilla como origen de las modernas libertades españolas pronto cristalizó en el mito de los Comuneros, que pagaron con su vida, en Villalar (1521), su resistencia frente a las ambiciones absolutistas de un joven Carlos I3. A partir de entonces, según la historiografía liberal, España habría entrado en una profunda decadencia4.
Es cierto, con todo, que dicha visión idealizada no se asociaba estrictamente al espacio geográfico de la actual Castilla y León, ya que por Castilla se entendía un conjunto mucho más amplio y abarcador, por cuanto que la antigua corona de ese nombre llegó a comprender un espacio muy extenso y variado, que iba desde el litoral cantábrico hasta las costas andaluzas. Sin embargo, el territorio original de los dos reinos medievales reunía una densidad incomparable de ciudades, pueblos, paisajes, crónicas, romances, de lugares de memoria, que se asociaban íntimamente a esa larga etapa de lucha contra el Islam, en la que habrían fraguado la nacionalidad española y sus instituciones representativas. De hecho, los escritores de las generaciones de 1898 y de 1914 consideraron que la Castilla histórica era ese espacio más reducido de la Meseta superior, articulado geográficamente a partir del río Duero5.
Pues bien, en marcado contraste con la convicción ochocentista de que las libertades españolas tenían un origen principalmente castellano, los habitantes de esta región dieron un apoyo mayoritario a la sublevación militar de julio de 1936, de la que saldría la dictadura franquista; una rebelión que triunfó encontrando muy poca resistencia en sus nueve provincias6, de forma que Castilla la Vieja y León se convirtió en uno de los territorios más seguros para los generales golpistas. Prueba de ello es que la dirección militar y política, al más alto nivel, de los sublevados se localizó respectivamente en las ciudades de Salamanca y de Burgos. Por otro lado la región, gran productora de cereales, se convirtió en la despensa del bando franquista, y sus labradores se vieron hasta cierto punto recompensados con la creación del Servicio nacional del trigo (1937), que garantizaba la compra de la cosecha, pero a unos precios más bajos que en el periodo anterior a la guerra civil. Se ha señalado la influencia del fascismo italiano en estas medidas, concretamente de la battaglia del grano impulsada por Mussolini7.
El apoyo fundamental castellano en esta nueva cruzada, en este nuevo episodio de reconquista del territorio frente a la república marxista y atea (tal y como se la había representado la derecha antirrepublicana, una imagen recogida luego en la propaganda franquista), contribuyó indudablemente a que en el discurso político del fascismo español a Castilla se le siguiera asignando un puesto central8, si bien de su legado histórico se van a destacar su proyección imperial y de conquista, su catolicidad contrarreformista e intolerante, o el logro de la unidad y la centralización. En correspondencia con ello, la selección de personajes de la historia castellana convertidos en símbolos de los valores que el régimen quería potenciar se modificaron: frente a los Comuneros, se destacarán figuras como las de Carlos I y Felipe II9 que encarnaron el autoritarismo monárquico y la voluntad imperial; Isabel I de Castilla (1451-1504), y Teresa de Avila, la santa de la raza10, serán propuestas como modelos a imitar a las mujeres encuadradas en la Sección Femenina11, por su acendrado catolicismo y su elogio de la domesticidad; Ignacio de Loyola que combinó la milicia con el altar sería otro de los iconos propuestos a la juventud española por un régimen cuya ideología procuró conciliar fascismo con religiosidad (se ha hablado de fascismo bajo palio, o de una dictadura por la gracia de Dios12).
¿Por qué se desembocó en este resultado, en esta politización de signo autoritario en los años 1930? Es esta pregunta la que se tratará de contestar en este artículo, examinando la historia regional desde aproximadamente 1808 –que se acepta convencionalmente como el inicio de la edad contemporánea en España-, y 1936. Para ello se estudiarán, haciendo énfasis en el campesinado y en su politización, en la que el liberalismo parece que tuvo poca influencia, una serie de rasgos distintivos de la evolución regional que, en mayor o menor medida contribuyeron a que, en torno a la crisis del sistema caciquil de la Restauración (1917-1923), empezara a perfilarse una cultura política de signo autoritario y organicista (junto a otra, con todo, de signo contrario)13, a la que serían receptivos una parte significativa de los campesinos, de las elites políticas y de las clases medias urbanas. Es cierto que habría que esperar al desenvolvimiento de los acontecimientos políticos con la II República, para que todo esto cuajara en una movilización electoral de signo antirrepublicano y favorecedor de una solución autoritaria y en una creciente fascistización de la derecha en la que el componente católico jugó un papel de primer orden. Es cierto también, que esta evolución no estaba determinada de antemano, como si se tratara de un destino fatal y que, dependiendo de la actuación de los gobiernos republicanos y de las fuerzas políticas y sociales de filiación democrática y obrera, quizás el desenlace hubiera sido distinto.
Un primer rasgo a destacar es que la región, cuyo peso económico y humano dentro de España había empezado a declinar con la crisis del siglo XVII, prolongó, incluso acentuó su declive en la etapa aquí considerada: si bien desde la conclusión de la guerra de la Independencia (1808-1814), la población regional experimentó un crecimiento acorde con el resto de España, a partir de las últimas décadas del XIX, la demografía siguió una tendencia diferente a la española, manifestada en un crecimiento intercensal menor al de cualquier otra región, y en una pérdida preocupante de población (750.000 emigrantes entre 1878 y 1930). De ese modo, el peso demográfico relativo de Castilla y León en el conjunto español fue reduciéndose: si en 1752, el territorio regional aún reunía a en torno al 17 % de la población total, en 1857, se situaba en el 13,47 %, mientras que en 1930 había descendido al 10,5114. Una tal evolución no pasó desapercibida para quienes consideraban a Castilla como el baluarte de la nacionalidad española, y así Julio Senador calificaba este achicamiento de Castilla como “un fenómeno temible para el porvenir de España”15.
La región se convirtió, en la época contemporánea en el granero de España, debido a su especialización en el cereal panificable, que llegó a presentar rasgos de monocultivo. De hecho, hacia 1860 los cereales ocupaban en torno al 90 % de la superficie cultivada regional, una superficie que se amplió mucho gracias a la desamortización de bienes del clero y municipales. Incluso después de la denominada -en la información parlamentaria de 1887-, crisis agrícola y pecuaria, que ocasionó un leve retroceso, dicha superficie volvería a incrementarse, en las primeras décadas del siglo XX. Aproximadamente el 50 % de la producción triguera se exportaba a otras regiones deficitarias y, convertida en harina, a la isla de Cuba. La ganadería lanar, que había tenido tanta importancia desde la edad media (conviene recordar el aprecio que en Europa se tenía a la lana merina, uno de los principales productos de exportación de la corona de Castilla), sufrió las consecuencias de la roturación de una gran masa de montes y pastizales.
También el viñedo, pese a experimentar un auge coyuntural en el último tercio del siglo XIX, sufrió un fuerte retroceso posterior, en beneficio del cereal. No debe de pensarse, sin embargo que esta cerealización fuera el resultado de una opción por el cultivo mejor adaptado a las características ecológicas de la región. La realidad era muy distinta: se trataba más bien, de la elección menos mala en un espacio en general poco apto para el cultivo16, una meseta de elevada altitud media, de entre 700 y 1.100 m. sobre el nivel del mar, de inviernos fríos y muy largos, y veranos cortos y calurosos, con un bajo índice de precipitaciones, de unos 400 mm. al año en el centro de la cuenca del Duero17. Se trata, pues, de una de las regiones más áridas de España. En esas condiciones, y dada la escasa disponibilidad de estiércol, la práctica del barbecho era obligada y los rendimientos por hectárea, francamente mediocres y sujetos, además, a una gran variabilidad, en función de las condiciones meteorológicas.
Hasta los años ochenta del siglo XIX, esta opción por el cereal constituyó una apuesta segura, además de muy rentable, en primer lugar porque la política arancelaria española, incluso con el sesgo librecambista introducido en 1869, se movió entre la prohibición absoluta de importaciones y la protección moderada para los productores trigueros que, de esa manera podían vender sin competencia en el mercado nacional. Además, en las islas españolas del Caribe, las harinas y trigos de la península –fundamentalmente castellanas-, tenían prioridad sobre los de otras procedencias, como la norteamericana. Por otro lado, es conocido que después de la depresión económica que sucedió a las guerras napoleónicas, la agricultura europea vivió una larga fase de prosperidad, que se truncó en el último tercio del siglo XIX. Empezaron a llegar entonces a los puertos españoles y europeos, grandes contingentes de cereal y de otros productos agrarios, procedentes de otros continentes y los precios experimentaron una profunda y prolongada depresión18.
Es cierto que en España, la crisis triguera duró menos tiempo que en otros países, y que el estado español, desde 1891, optó por un retorno al proteccionismo sin paliativos, que iba a ser una de las constantes de la política económica española hasta 1960, pero, situados ya durante el primer tercio del siglo XX, la creciente presión de los consumidores urbanos y la insuficiencia de la producción triguera española obligaron a introducir mecanismos que suspendieran la protección cuando los precios alcanzaban niveles insoportables (como sucedió en la coyuntura de la I guerra mundial), y en consecuencia, a autorizar importaciones y, por otro, en el litoral español y, muy especialmente en Cataluña había surgido una potente industria harinera, interesada también en conseguir permisos para introducir trigo extranjero, más barato que el español. Bajo esas condiciones, el cultivador cerealista ya no podía esperar, como en el pasado, vender muy caro en años de malas cosechas y por otro lado, en los años prósperos sobraban cereales (y más, tratándose de una región excedentaria) y los precios se deprimían. Resulta obvio, no obstante, que la posición de los terratenientes y fabricantes de harinas ante estas fluctuaciones del mercado era muy diferente, mucho más cómoda y flexible, y sus intereses podían contraponerse, incluso, a los del pequeño cultivador. Se empezó a hablar así, del problema triguero, y surgieron voces que reclamaban una intervención del Estado que garantizara un nivel de precios mínimamente remunerador, pero ni los últimos gobiernos de la monarquía, ni los de la república, fueron capaces de resolver este grave dilema.
Predominaban las pequeñas o, a lo sumo, medianas explotaciones, que por las razones ya expuestas, se movían en los límites de la rentabilidad, aunque eso no quiere decir que la gran propiedad no tuviera también bastante importancia19. La crisis agraria de fines del XIX supuso un duro golpe para muchos campesinos, que hubieron de abandonar sus tierras y marchar a otros destinos. Parece que el retroceso del viñedo como consecuencia de la filoxera y de la pérdida del mercado francés (muy importante en los años 1870-1880, cuando precisamente Francia estaba sufriendo las consecuencias de dicha plaga), fue determinante en que muchos cultivadores se decidieran a emigrar. Julio Senador pudo hablar así de “trenes enteros de cultivadores arruinados” que se encaminaban a las ciudades huyendo de la crisis agraria20. Dicha crisis supuso una inserción mucho mayor de la agricultura castellana –y europea-, en el mercado pero en unas condiciones que a lo sumo permitían vivir malamente. La respuesta a la crisis, para los pequeños agricultores que se quedaron en el campo, consistió en una mejora de los rendimientos, en la puesta a punto de cooperativas para la compra colectiva de abonos o de maquinaria, o de cajas de ahorro que abarataran y facilitaran los préstamos; también, en la presión sobre el Estado para que interviniera y regulara el mercado triguero. En todo ello, los sindicatos agrícolas surgidos con la ley de 1906 desempeñaron un gran papel. Pero no dejaban de ser medidas paliativas ya que, como se ha dicho, la pequeña explotación cerealista en Castilla tan sólo permitía subsistir de forma precaria con el agravante de que, en una agricultura que dependía en forma creciente de la compra de factores de producción extraños a la comunidad campesina, los términos de intercambio entre los productos agrícolas y los industriales se volvieron desfavorables a los primeros. Estos problemas, y el malestar creciente del campesinado tenía muchos puntos de contacto con lo que ocurrió en otras regiones agrícolas europeas tras la I guerra mundial21.
En los pueblos había otra categoría social, numerosa, por debajo de los propietarios y arrendatarios: se trataba de los jornaleros, a los que no sólo tenía que recurrir el gran terrateniente, sino también el pequeño cultivador en las coyunturas más críticas del año agrícola: sobre todo en la recolección de la cosecha, durante el verano, cuando el trabajo de la unidad familiar no bastaba para acometer las faenas y había que recurrir a mano de obra ajena a la explotación. Era la época en que las cuadrillas de segadores gallegos cantadas por Rosalía de Castro bajaban a Castilla a recoger la mies, pero también cuando las familias jornaleras autóctonas –por cuanto que la aportación de mujeres y niños también era importante-, podían mejorar temporalmente sus ingresos y hacer algún ahorro para la temporada invernal en que el trabajo escaseaba. De ese modo, y aunque sin las proporciones de la España del Sur, en muchos pueblos de Castilla la Vieja y León seguía existiendo en las primeras décadas del siglo XX una bolsa considerable de braceros, que cobraban unos salarios ínfimos cuando trabajaban, por lo que en potencia y si decidían organizarse para la defensa de sus reivindicaciones, podían alterar la armonía social existente que se cimentaba en el respeto a las jerarquías sociales y la conformidad con un destino miserable, en todo lo cual el papel del párroco, del maestro y, luego, de los sindicatos agrícolas, era fundamental.
Si esta armonía se rompía, si prendía en este colectivo la semilla del movimiento obrero como de hecho empezó a ocurrir con las huelgas de 1904 que afectaron principalmente a la vasta comarca cerealista de Tierra de Campos, esto podía tener serias consecuencias en la economía rural, especialmente en su sector más vulnerable, constituido por pequeñas y medianas explotaciones, puesto que el terrateniente tenía más medios para resistir la presión obrera. Dicha amenaza se volvió muy real en los años treinta, cuando las medidas del Ministerio de Trabajo dirigido por el socialista Largo Caballero, que otorgaron por primera vez derechos sociales a estos jornaleros, alteraron sensiblemente unas relaciones que hasta entonces habían estado notoriamente desequilibradas a favor de los patronos. La subida de los salarios agrícolas, la negociación colectiva, bajo la forma de los jurados mixtos, y el fortalecimiento de las organizaciones obreras iban a repercutir en los costes de explotación y parece que pudieron ser muy determinantes –junto con otras circunstancias, como la aversión a la política religiosa de los primeros gobiernos republicanos-, en que los pequeños y medianos cultivadores terminaran colocándose en contra de la política reformista de Azaña y sus gobiernos y que apoyaran a los partidos como la CEDA o los agrarios que se situaban frente a la república. Es cierto también que hubo una cierta miopía en el socialismo español que no contemplaba en su programa agrario a estos estratos intermedios entre el grupo de los jornaleros y el de los terratenientes, lo cual guarda ciertas similitudes (pese a tratarse de un contexto con una problemática muy diferente a la de Castilla y León) con lo ocurrido en otras regiones europeas tras las I guerra mundial22.
En Castilla y León el contrapeso que, a la escasas perspectivas ofrecidas por la economía cerealista hubieran podido representar las ciudades, apenas se produjo. Si en la baja edad media y en el siglo XVI, se había configurado una trama urbana relativamente densa y dinámica, con focos como Burgos, cuyo consulado centralizaba el comercio de la lana, Segovia, importante centro textil, Medina del Campo, ciudad en la que se celebraban unas ferias a las que acudían comerciantes de toda Europa, o Valladolid, un importante centro administrativo y de servicios23; y si, en correspondencia con ello, llegó a existir una burguesía comercial bastante próspera, que mantenía fluidos contactos con Flandes o con Italia (el comerciante Simón Ruiz es, quizás, el ejemplo más significativo24), a partir del siglo XVII esta trama urbana perdió densidad, las ciudades experimentaron una pérdida brutal de población y se convirtieron en cascarones vacíos, en los que quizás lo más expresivo fue que la iglesia ganó posiciones, de forma que los conventos y los campanarios se convirtieron en la nota dominante del paisaje urbano.
Los viajeros ilustrados y, luego, románticos que, en los siglos XVIII y XIX, las visitaron, coincidieron en subrayar, aunque con distintos tonos, el aspecto miserable, decadente, melancólico de estas ciudades semivacías25. Es verdad que en el siglo XIX, la decisión administrativa de convertirlas –a las más importantes-, en capitales de provincia, y la llegada del ferrocarril, aseguraron un futuro algo más prometedor, pero que se concretaría muy lentamente26. En 1900, seis de las nueve capitales de provincias, tenían menos de 20.000 habitantes; incluso una de ellas, Soria no llegaba a los 10.000. La ciudad más importante, Valladolid, rondaba los 70.000. Ninguna de estas ciudades se convirtió en un activo foco industrial ya que se ha señalado que Castilla y León experimentó, en el siglo XIX, un proceso de desindustrialización, al desaparecer prácticamente la artesanía textil, tan importante durante el antiguo régimen. Surgió, ciertamente, otra industria, la fabricación de harinas que empleaba muy pocos operarios y cuyos efectos dinamizadores fueron muy limitados. Se trataba, pues, de centros que suministraban servicios administrativos y comerciales al campo circundante, cuyas elites rivalizaban entre sí para lograr inversiones del Estado y, en especial, cuarteles o academias militares que revitalizaran el comercio Así, la presencia de los militares y de los curas ofrecía una visibilidad inmediata, pudiéndose decir que eran ciudades de rancho y agua bendita.
Durante el primer tercio del siglo XX se produjeron cambios27, y hubo ciudades como Palencia, como León o, sobre todo, como Salamanca, que entre 1900 y 1940, duplicaron su cifra de población. Los nuevos pobladores eran inmigrantes llegados del campo. Sin embargo, este mayor dinamismo siguió sin estar asociado a un cambio profundo en la economía ciudadana, que pudiera estimular a su vez transformaciones en el entorno rural, como de hecho iba a suceder en las décadas de 1960 y 1970. Las ciudades castellanas seguían siendo, hacia 1930, centros burocráticos y de servicios, con escasa industria, y donde, quizás el elemento más dinámico era la construcción, que se activó precisamente para ir al encuentro de esta población en crecimiento.
Es cierto que su estructura social era ya más moderna, como se ha visto muy bien en el caso de Salamanca28, en el sentido de que la clase media sufrió una cierta expansión y se modernizó, en buena medida por el crecimiento del funcionariado estatal, o de que la clase obrera incrementó también sus efectivos, si bien se trataba en conjunto, de un proletariado poco cualificado, formado sobre todo por peones y sin un trabajo estable. Pero es significativo de que los cambios en la estructura social no habían alcanzado su madurez, que en la mayoría de estas ciudades –con la excepción parcial de la más importante de todas, Valladolid-, la burguesía continuara nutriéndose en su parte principal, de los terratenientes, que vivían de las rentas de sus posesiones rústicas. Se comprende, por tanto, que las oscilaciones de las cosechas, las buenas o malas perspectivas del mercado triguero siguieran teniendo una gran repercusión en la opinión pública urbana y es desde esa perspectiva como puede entenderse que fuerzas políticas que se titulaban a sí mismas como agrarias, cosecharan muchos votos, también entre los electores urbanos en la II República, como expresa bien el caso de la ciudad de Burgos.
Este contexto regional, en conjunto poco dinámico, tanto desde un punto de vista económico como social y para el que no se divisaba un futuro muy halagüeño en los años treinta del siglo XX, no basta sin embargo, para ofrecer una explicación de por qué los castellanos y leoneses acabaron alineándose mayoritariamente con los militares sublevados en julio de 1936, y por qué, a su vez, existió poca resistencia al golpe de estado. Para entender este desenlace habría que hacer énfasis en las formas de politización de la población, sobre todo de la rural29, que acabaron cristalizando en una cultura política singular, en el origen castellano y leonés de algunos de los partidos antirrepublicanos españoles más importantes, o en la configuración de un peculiar regionalismo castellano cuyo elemento más distintivo era, quizás, el anticatalanismo. Es interesante subrayar, y de esa manera se enlaza con el planteamiento inicial de este artículo, cómo la asociación de Castilla con valores liberales y democráticos experimentó un importante desplazamiento hacia los valores autoritarios, imperiales y contrarreformistas.
¿Cómo se politizó la población en la etapa aquí estudiada? ¿Cuál fue su relación con la política? Debería empezar subrayándose que, exceptuando los enclaves urbanos, el liberalismo penetró escasamente en el mundo rural. Y lo mismo cabría decir de otras ideologías de progreso cuyos orígenes estarían en la Ilustración, como el republicanismo o el socialismo. Aunque habría que matizar esta afirmación para el último tramo del periodo, la II República, en que estas últimas ideologías sí que se expandieron entre ciertos sectores del campesinado arrendatario y, ciertamente, de los jornaleros, ya que en caso contrario sería difícil de explicar el clima de confrontación, incluso de violencia que se alcanzó en muchos pueblos castellanos y leoneses por aquellos años.
Pero en conjunto, como se decía, la penetración del liberalismo y de toda su simbología que exaltaba precisamente el origen supuestamente castellano de las modernas libertades e instituciones representativas, fue escasa, y esto se dejó notar ya en las guerrillas antifrancesas de la guerra de la Independencia, con un componente religioso y absolutista muy marcado, o en el auge del realismo durante el Trienio liberal (1820-1823), en que se volvió a poner en vigor la constitución de 1812. La región no estaba llamada, sin embargo, a convertirse en un reducto del legitimismo, como el País Vasco o Navarra, o como la Vendée: fue una región básicamente católica, donde el liberalismo o el republicanismo apenas impregnaron al campesinado, pero no carlista, aunque esto no implica que no hubiera comarcas en que este movimiento no dispusiera de grandes simpatías30. Quizás la lealtad castellana al Estado central, tan ponderada por los gobernantes liberales, que subrayaban así la diferencia con otras regiones pudo influir en esa falta básica de apoyos, aunque paradójicamente, esa sumisión a las directrices estatales se quebraría en los años treinta del siglo XX.
El liberalismo fue cuestión más bien de la nueva elite de propietarios, de los nuevos notables, tanto rurales como urbanos, que, con el triunfo de la revolución liberal acapararon el poder político, tanto en el nivel local como en el nacional, y que fueron los principales beneficiarios de la desamortización. Exceptuando a los demócratas, poco interés manifestaron los políticos liberales en difundir sus valores entre las masas rurales o el incipiente proletariado urbano, incluso cuando, desde 1890, la implantación del sufragio universal masculino debería, teóricamente, haber estimulado dicha difusión entre los nuevos electores31. Pero, como es bien conocido, el caciquismo de la Restauración32, que tuvo en la región uno de sus principales bastiones, se esforzó por mantener despolitizado al campesinado, cuya relación con la política no es no existiera en absoluto, pero ésta se expresaba en todo caso a través de demandas eminentemente localistas a sus representantes, con la contrapartida de que las elecciones no se vivieran en clave política nacional. Es lo que se ha denominado “suplantación campesina de la ortodoxia electoral”33. Los grandes caciques castellanos, por otra parte, como Germán Gamazo, Abilio Calderón, Santiago Alba, eran conscientes del gran desprestigio de la actividad política, por lo que tuvieron que recurrir a un discurso alternativo para legitimarse ante los electores que se basó en presentarse no como políticos, sino como defensores de los intereses agrarios y de los contribuyentes y, por extensión, de la Castilla rural, lo cual enlazaba con los planteamientos de algunas asociaciones agrarias surgidas en siglo XIX34.
La enseñanza de la religión y de la moral católicas, que exaltaban la sumisión a la autoridad, el respeto a las jerarquías sociales, la conformidad con la propia suerte y la recompensa ultraterrena fueron más bien el vehículo principal de transmisión de valores y de comportamientos sociales en el universo campesino y para ello la escuela primaria, además de la parroquia, fue un importante instrumento, a diferencia de lo que ocurriría en Francia sobre todo con la III República35. Si se tiene en cuenta que en Castilla y León la red escolar fue más densa que en otras regiones españolas, y que apenas sí existieron otro modelos de escuela alternativos al promovido por el Estado liberal, se comprenderá mejor la eficacia de este instrumento. La influencia directa del cura, además, siguió estando muy presente en las pequeñas comunidades rurales.
No obstante, desde comienzos del siglo XX, algo empezó a cambiar en Castilla y León, como en otras regiones españolas. El caciquismo ya no recolectaba tan fácilmente los votos y, en las elecciones disputadas, hubo de recurrirse a su compra, lo que implicaba una actitud más independiente por parte de los electores. El recurso a la coacción, a la violencia se volvió también más frecuente a medida que la etapa de la Restauración llegaba a su fin. Sin embargo, lo más interesante es que la entrada en la esfera pública de las masas rurales, no se produjo a través de unos partidos políticos de los que se tenía una percepción muy negativa, sino a través de los sindicatos agrarios, unas peculiares organizaciones patronales (por su carácter interclasista), en las que la iglesia y los terratenientes tuvieron una considerable influencia, que, en una situación de mayor vulnerabilidad para las explotaciones campesinas y en que éstas, si querían sobrevivir, tenían forzosamente que adaptarse a un contexto productivo diferente, proyectaron una imagen positiva al ofrecer una serie de mejoras a sus asociados. Parece indudable que el expreso repudio de la política caciquil, el descubrimiento de la cooperación, de la asociación para materializar dichas mejoras, y la fundamental sintonía de los pequeños propietarios que formaban el grueso de los asociados con la armonía social que predicaban estos sindicatos y que era una condición casi obligada para preservar la pequeña explotación en un contexto más competitivo, fueron piezas importantes que explican su éxito en la región, bien manifiesto en la creación, en 1915, de la Confederación católico-agraria de Castilla la Vieja y León. Ya que la preservación de esta idealizada sociedad rural del contagio del socialismo era el objetivo fundamental que se pretendía36.
Quizás la aportación más importante de estas organizaciones, como ha señalado la reciente historiografía, fue la de hacer pedagogía entre los campesinos de las ventajas de la acción colectiva, de la presión sobre el Estado en demanda de sus intereses, como se dejó notar a finales de la segunda década del siglo XX37. Implicaron asimismo que en el mundo rural se abriera una brecha profunda respecto de los modos de dominación tradicionales, individualizados y deferenciales, por lo que contribuyeron a socavar las bases del caciquismo en el campo o, al menos, a fomentar una cierta sustitución de las elites38. Se podría aventurar, por último que el sindicalismo agrario, en el que el componente católico acabó siendo dominante39, fue una vía nada desdeñable de politización o de nacionalización del campesinado castellano, de integración en los problemas de la vida nacional y una importante herramienta para aprender los mecanismos de la acción colectiva.
La ideología subyacente a estas organizaciones estaba reñida con toda una serie de valores y realidades que estructuraban las sociedades modernas, salidas de la revolución liberal y del capitalismo, porque consideraban como algo negativo la actividad política y, más a quienes se dedicaban a ella, así como a las instituciones representativas. Porque repudiaban al mundo urbano y la estructuración clasista de la sociedad, y porque consideraban a la clase obrera y a las organizaciones de tendencia socialista o anarquista como los enemigos del campesino40. Se ha subrayado la cercanía entre el discurso referido y el pensamiento agrario del fascismo, tanto español como italiano41. Es lógico en esas circunstancias que desde el sindicalismo católico agrario se saludara con calor la quiebra del sistema liberal, en 1923 y la implantación de la dictadura del general Primo de Rivera, o que, ya en los años treinta, pese a que el régimen republicano puso obstáculos a estos sindicatos, la trama asociativa católica constituyera un vehículo fundamental de politización derechista del campesinado, y de legitimación anticipada de un golpe de estado que terminara con la república.
En paralelo a la evolución descrita, en las ciudades y desde comienzos del siglo XX, se dio también un proceso, surgió una “pasión civil” por medio de la cual el rechazo al caciquismo y los contenidos y lenguajes del patriotismo democrático y de los valores de la ciudadanía fueron tomando forma, gracias al creciente asociacionismo republicano y obrero, si bien conviene subrayar que hubo también, aunque en menor medida que en el campo, un importante asociacionismo católico que, si no compartía en absoluto los valores democráticos, sí que rechazaba con fuerza el caciquismo. No debe desdeñarse, tampoco, la vertiente patronal de todo este proceso. En cualquier modo, parece obvio que es en este fomento del asociacionismo, aunque no solo, donde se deben de buscar las raíces de la transformación en la cultura política de los ciudadanos castellanos y leoneses que se ha apuntado más arriba y sin la cual sería inexplicable el cambio de régimen de 193142, si bien es cierto que dicha transformación favorecería la politización ciudadana en varias direcciones distintas, llamadas a chocar violentamente en los años treinta: la de quienes demandaban una mayor democratización, y la de aquellos que repudiaban el sistema liberal y propugnaban en cambio la implantación de un nuevo marco autoritario y corporativo. Parece que fue durante la crisis de la Restauración (1917-1923), cuando ambas direcciones se perfilaron ya con cierta claridad, aunque todavía sin la concreción y el radicalismo posteriores, y conviviendo con otras opciones de carácter localista o populista.
Sin tener en cuenta la mayor autonomía de los ciudadanos respecto del caciquismo y su creciente compromiso con los asuntos públicos, resulta difícil de comprender el estreno de la II República en la región, el hecho de que, en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, la conjunción republicano-socialista se impusiera en una mayoría de las capitales de provincia de la región, con la excepción de Burgos o que obtuviera una mayoría de escaños en las elecciones a Cortes constituyentes, varios meses después43. Otro hecho realmente significativo fue la irrupción de un nuevo actor en la esfera pública, con el que hasta entonces no se había contado: el colectivo jornalero, que engrosó rápidamente las filas de la Federación de trabajadores de la tierra de la UGT, aunque con notables diferencias entre unas provincias y otras. En el II congreso nacional de dicha federación, celebrado en 1932, estuvieron representadas 636 sociedades obreras de la región y 42.000 afiliados44, y estos datos, además de manifestar el debilitamiento de los vínculos clientelares, evidenciaban la impostura del universo rural armónico defendido por la Iglesia y por sus sindicatos.
El triunfo del nuevo régimen, sin embargo, resultó menos decisivo que en otras regiones españolas, y prueba de ello es que el Partido socialista obtuvo en 1931 bastantes menos diputados (siete), que los candidatos derechistas que se presentaron bajo el rótulo de agrarios (doce). Más significativo todavía puede ser el hecho de que, volviendo a las elecciones constituyentes, si se computan los escaños obtenidos por los partidos de derecha, indistintamente de si eran republicanos o antirrepublicanos, igualaban a los del centro y la izquierda. Esto era un presagio del vuelco electoral que iba a suceder, a favor de la derecha, en noviembre de 1933 y, más aún, en febrero de 1936.
Todos los indicios apuntan a que lo ocurrido entre 1931 y 1933 pudo ser decisivo en que la politización del electorado regional se decantara de forma nítida hacia la derecha católica y agraria, dos términos complementarios que se revelaron como particularmente eficaces para movilizar a buena parte de los electores45. Ya se ha apuntado a algunas explicaciones plausibles al tratar de los problemas de los pequeños cultivadores, a la actitud militante y reivindicativa de los sindicatos que agrupaban a los jornaleros o a la influencia negativa que en una región que continuaba siendo muy católica, pudo tener la legislación religiosa de los gobiernos de Azaña. Pero hay que tener en cuenta asimismo que fue en Castilla y León donde en buena medida se reorganizaron por aquellos años la patronal agraria y las fuerzas de la derecha españolas para plantar cara a la república. Esto se ha estudiado bien para la provincia de Salamanca, donde la línea de confrontación con la UGT seguida por el Bloque agrario salmantino ha sido considerada como la "cuna y vanguardia del movimiento cedista"46. En todo caso, es revelador que varios dirigentes del principal partido de la derecha surgido en aquellos años, la CEDA, tuvieran un origen castellano y leonés, empezando por José María Gil Robles, su líder máximo También durante el bienio 31-33, surgieron en la región algunas pequeñas formaciones de ideología fascista, como las JONS, llamada a fusionarse en 1934, en Valladolid, con Falange Española lo que hizo de esa ciudad, el lugar de origen y el marco de referencia de la más importante formación fascista española. Buena parte de sus afiliados procedía de organizaciones católicas. De nuevo conviene recordar que varios de los líderes del fascismo español, como Onésimo Redondo, o Ramiro Ledesma, tenían un origen castellano.
La instauración, no obstante, de las condiciones propicias para una salida autoritaria sería un proceso más largo, en el que los acontecimientos de octubre de 1934 pudieron ser determinantes. Aunque el intento de los socialistas, en esa coyuntura, de parar en seco la entrada de la CEDA en el gobierno de A. Lerroux, poniendo en marcha un movimiento revolucionario, tuvo en Castilla y León una repercusión incomparablemente menor que en otras regiones, parece claro que en el campo sí tuvo una incidencia importante, siendo contrarrestada con la clausura de Casas del pueblo, destitución de concejales de izquierda y con la detención de numerosos militantes que en muchos casos quedaron ya señalados para la represión posterior, fatal para muchos de ellos, del verano de 193647. En cualquier modo, 1934 marcó un antes y un después, no sólo en Castilla, sino en el conjunto de España, un punto de no retorno en la configuración de dos posiciones políticas progresivamente enfrentadas, como se ha estudiado en detalle para el caso de la ciudad de Valladolid: una de ellas prorrepublicana, laica, progresista e igualitaria; la otra antirrepublicana, confesional, jerárquica y autoritaria. Y que iban a otorgar a la violencia un papel cada vez más decisivo, un dato al que responden los cada vez más frecuentes choques, con un propósito claramente homicida, entre falangistas y obreros socialistas en el último tramo de la república48. No conviene olvidar a este respecto que Castilla la Vieja y León fue una de las regiones españolas con un nivel de violencia política más alto en la primavera de 1936
También, durante los primeros años republicanos, cuando la coalición que apoyaba a Azaña estaba tratando de sacar adelante una nueva forma de estado que diera acogida a las autonomías regionales, para así satisfacer las demandas de catalanes y vascos, esta perspectiva fue acogida con una casi completa incomprensión en una región dónde estaba muy arraigada la identificación entre Castilla, el núcleo nacional, como habían subrayado los escritores del 98, y España, concebida como un estado centralizado49. Es verdad que en las primeras décadas del siglo XX, había surgido un movimiento regionalista castellano, pero claramente a remolque del de otras regiones y que a lo sumo lo que aceptaba reclamar era la descentralización. Sin duda el rasgo más distintivo de este castellanismo fue la hostilidad hacia Cataluña, su grosero tinte anticatalán. Otro lo sería el tono victimista, presentando a Castilla como una región maltratada por el Estado y por los políticos profesionales. Todo esto había quedado en suspenso con la dictadura de Primo de Rivera en 1923, pero la caída de la monarquía puso en primer plano el problema autonómico y en Castilla y León, al tiempo que surgían voces que defendían que la región, para defender mejor sus intereses, debía también dar pasos por esta senda, aunque siempre como una solución no deseada, como un mal menor, el rechazo casi visceral a que los catalanes obtuvieran su estatuto de autonomía (finalmente aprobado por las Cortes, en septiembre de 1932) era con mucho la actitud dominante50.
De ahí a acusar a la república de estar promoviendo la desmembración de España, como insistentemente haría, más tarde, la propaganda franquista, no había más que un paso. Y de considerar a Castilla como el referente que simbolizaba los principios que el régimen republicano pretendía supuestamente combatir o sustituir, otro. Es revelador que algunas de las concentraciones multitudinarias que promovió la CEDA para dar proyección pública a su programa reaccionario, se celebraran en localidades donde la historia castellana se condensaba con un sentido centralizador y autoritario, como Medina del Campo o El Escorial. Hay que tener en cuenta que, en parte sometiendo a reelaboración ideas de escritores liberales, como Unamuno u Ortega y Gasset, se había ido consolidando, en el primer tercio del siglo XX, una visión alternativa de Castilla y de su pasado, contrapuesta a la que había elaborado el liberalismo y que serviría de eficaz apoyo a las tesis autoritarias y organicistas de la derecha antirrepublicana y del incipiente fascismo español51. Hasta qué punto esta otra visión de Castilla contribuyó también a movilizar al electorado castellano y leonés contra la república y a legitimar el golpe militar de 1936, no está suficientemente estudiado, pero lo que parece cierto es que dentro de los grupos más radicales, Castilla era la región llamada a salvar a España de los desmanes producidos por el nuevo régimen. Un texto del dirigente fascista Onésimo Redondo, aunque dirigido más bien contra el mundo urbano y especialmente contra Madrid, traduce bien esa percepción de las cosas:
“Castilla, sí, y no Madrid […] Por imperar Madrid en España hemos llegado a una nación madrileña, en vez de castellana; y decir “madrileño” es decir imprevisión, alegre superficialidad, arrepentimiento mañanero y calaverada cotidiana. […] Y quien dice Madrid dice las ciudades absortas por y ante la metrópoli; las de las locas mayorías marxistas del 28 de junio; las de la alegría vergonzante del 14 de abril. […] Castilla siente de cerca el aguijón, el ataque más humillante y al mismo tiempo el placer anticipado de su próxima revancha […] La España que quiere vivir sabrá demostrar en momentos definitivos que toda ella es castellana”52
1 Buena parte de los argumentos de este artículo se desarrollan en nuestro libro, Castilla la Vieja y León, 1808-1936, Valladolid, Junta de Castilla y León, 2008. Una primera versión se ofreció en Paris, en diciembre de 2007, en el seminario <Histoire et anthropologie du monde hispanique> de la EHESS.
2 Faltan, no obstante dos provincias, incluidas tradicionalmente en Castilla la Vieja, las de Santander y Logroño que, durante la Transición española a la democracia, tras la muerte de Franco, optaron por la vía autonómica uniprovincial.
3 Los comuneros, Padilla, Bravo y Maldonado, fueron los líderes de la revuelta de las Comunidades que sacudió a la Corona de Castilla entre 1520 y 1522 como protesta contra los métodos de gobierno del joven rey, Carlos I, que había sido educado en Flandes y desconocía completamente la lengua y las tradiciones castellanas. Impuso además una subida de impuestos para sufragar su elección como nuevo emperador en Alemania, que fue rechazada. La revuelta fue vencida por las tropas reales en la batalla de Villalar (Valladolid), en 1521, cuyo recuerdo se ha convertido en el principal símbolo de la autonomía de Castilla y León.
4 En el relato histórico que fundamentaba la idea de nación española de los liberales estaban también presentes las aportaciones de otros reinos peninsulares. Sobre estas cuestiones puede verse, J. Alvarez Junco, Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001, especialmente el cap. IV. Más específicamente sobre Castilla: A. Morales Moya; M. Esteban de Vega, eds., ¿Alma de España? Castilla en las interpretaciones del pasado español, Madrid, Marcial Pons, 2005.
5 Incluían en ella, no obstante, otras localidades al sur de la Cordillera Central, como Yuste, El Escorial o Toledo. El enfoque que hacían de Castilla estos escritores puede verse en J. Varela, La novela de España. Los intelectuales y el problema español, Madrid, Taurus, 1999.
6 Se trata de León, Zamora, Salamanca, Palencia, Valladolid, Burgos, Avila Segovia y Soria. Es la región más extensa de España, con algo más de 94.000 km2, y la tercera de la Unión Europea. Entre las publicaciones recientes sobre la Guerra Civil en Castilla y León, pueden citarse:: J. M. Palomares Ibáñez, La Guerra Civil en la ciudad de Valladolid. Entusiasmo y represión en la “capital del alzamiento”, Valladolid, Ayuntamiento, 2001; L. Castro, Capital de la Cruzada. Burgos durante la Guerra Civil, Barcelona, Crítica, 2006, y R. Robledo, ed., Esta salvaje pesadilla. Salamanca en la guerra civil española, Barcelona, Crítica, 2007.
7 C. Barciela López; M. I. López Ortiz, “El fracaso de la política agraria del primer franquismo, 1939-1959. Veinte años perdidos para la agricultura española”, en C. Barciela, ed., Autarquía y mercado negro. El fracaso económico del primer franquismo, 1939-1959, Barcelona, Crítica, 2003, p. 67. Sobre el uso de un lenguaje bélico en la política italiana después de la primera guerra mundial: D. Pasquinucci, “Linguaggi propagandistici e simbolismi politici nella mobilitazione del voto (1913-1924)”, en M. Ridolfi, ed., Propaganda e comunicazione politica. Storia e trasformazioni nell’etá contemporanea, Milano, Bruno Mondadori, 2004, pp. 165-171.
8 En el discurso del primer fascismo español se hallaba presente ya un esencialismo castellano.: I. Saz Campos, España contra España. Los nacionalismos franquistas, Madrid, Marcial Pons, 2003, p. 250 y ss.
9 Este conocido monarca reinó en España de 1556 a 1598.
10 G. Di Febo, La Santa de la Raza: un culto barroco en la España franquista (1937-1962), Barcelona, Icaria, 1989. Sobre Isabel l de Castilla puede consultarse: E. Maza Zorrilla, Miradas desde la historia. Isabel la Católica en la España contemporánea, Salamanca, Ambito, 2006.
11 Se trató de la rama femenina de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, el partido fascista español. Se le asignó la misión de encuadrar a las mujeres españolas y de educarlas en los valores del partido y del régimen franquista. Un estudio reciente es el de K. Richmond, Las mujeres en el Fascismo español. La Sección Femenina de Falange, 1934-1959, Madrid, Alianza Editorial, 2003.
12 Por parte, respectivamente de los historiadores Santos Juliá y Manuel Pérez Ledesma. El debate sobre la naturaleza del franquismo puede seguirse en E. Moradiellos, La España de Franco (1939-1975), Madrid, Síntesis, 2000, pp. 209-225.
13 Una interpretación sugerente en J. Aróstegui, "La Castilla organicista. El liberalismo que no pudo ser", en A. García Simón, Ed., Historia de una Cultura, T. III. Las Castillas que no fueron., Valladolid, Junta de Castilla y León, 1995, pp. 361-403.
14 En esta última fecha, la población regional era de 2.477.324 habs.
15 Cit. en C. Serrano, “Castilla en cuestión”, en A. García Simón, ed., Historia de una cultura.III., op. cit., p. 436.
16 Estos rasgos se explican bien en J. García Fernández , Aspectos del paisaje agrario de Castilla la Vieja, Valladolid, Facultad de Filosofía y Letras, 1963.
17 Las características físicas y ecológicas del espacio castellano y leonés pueden consultarse en J. Ortega Valcárcel, “El espacio físico en Castilla y León”, en A. García Simón, ed., Historia de una cultura. I. Castilla y León en la historia de España, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1995, pp. 11-74.
18 Véase R. Garrabou, et al., La crisis agraria de fines del siglo XIX, Barcelona, Crítica, 1988.
19 Datos sobre la propiedad de la tierra en las diferentes regiones españolas entre 1930 y 1959 en: E. Malefakis, Reforma agraria y revolución campesina en la España del siglo XX, Barcelona, Ariel, 1971, pp. 25-52.
20 A. Huetz de Lemps, Vinos y viñedos en Castilla y León, Valladolid, Junta de Castilla y León, 2001.
21 F. Cobo Romero, “Labradores y granjeros ante las urnas. El comportamiento político del pequeño campesinado en la Europa Occidental de entreguerras. Una visión comparada”, en <Historia Agraria>, n. 38 , 2006, pp. 47-73.
22 R. Zangheri, “Il socialismo e l’identitá regionale”, en M. Montanari, M. Ridolfi y R. Zangheri, Storia dell’Emilia-Romagna.2. Dal Seicento a oggi, Bari, Laterza, 2004, p. 96.
23 Véase B. Bennassar, Valladolid au siècle d’or: une ville de Castille et sa campagne au XVIe siècle, Paris, Mouton, 1967.
24 H. Lapeyre, Une famille de marchands: les Ruiz: contribution à l’étude du comerce entre la France et l’Espagne au temps de Philippe II, Paris, Armand Colin, 1955. Véase asimismo: F. Ruiz Martín, Lettres marchandes échangées entre Florence et Medina del Campo, Paris, Ecole Pratique des Hautes Etudes, 1965
25 Uno de ellos fue Edmondo de Amicis, que habla de Burgos y Valladolid en su Spagna. Diario di viaggio di un turista scrittore.
26 Sobre la ciudad más activa puede verse: Ph Lavasstre, Valladolid et ses elites. Les illusions d’une capitale régionale (1840-1900), Madrid, Casa de Velázquez, 2007.
27 Indicaciones útiles sobre estas transformaciones en las aportaciones de Brigitte Magnien que figuran en: C. Serrano; S. Salaün (eds.), Los felices años veinte. España, crisis y modernidad, Madrid, Marcial Pons, 2006, pp. 135-153.
28 M. Esteban de Vega; S. González Gómez; M. Redero San Román: Salamanca 1900-1936: la transformación limitada de una ciudad, Salamanca, Diputación, 1992.
29 Además de obras como las de M. Agulhon, La République au village. Les populations du Var de la révolution à la IIe république, Paris, Seuil, 1979, E. Weber, Peasants into Frenchmen. The Modernization of Rural France 1870-1914, Standford, Stanford UP, 1976, hay que remitir al volumen colectivo, La politisation des campagnes au XIXe siècle. France, Italie, Espagne et Portugal, Roma, Ecole Française de Rome, 2000. En torno a las contradicciones de un proyecto, como el sustentado por el Estado liberal, que buscaba imponer de forma autoritaria a la población una serie de objetivos y de comportamientos políticos liberales: R. Romanelli, Il commando impossibile. Stato e societá nell’Italia liberale, Bologna, Il Mulino, 1995.
30 Sobre el carlismo, son imprescindibles, entre otros, los trabajos de Jordi Canal y de Jesús Millán.
31 Debe de tenerse en cuenta, no obstante, para matizar las afirmaciones anteriores: J. Millán, “La herencia política de la revolución liberal en la sociedad agraria española”, en La politisation des campagnes, op. cit., pp. 259-286.
32 El término viene de la palabra cacique, una voz del Caribe con la que, en las culturas americanas anteriores a la conquista española se designaba a las personas que contaban con poder en la comunidad. Durante la Restauración española (1874-1923), se utilizó para designar a quienes ejercían el control de redes clientelares para manipular el voto en las elecciones en beneficio de un determinado candidato. El fenómeno guardaría concomitancias con el opportunisme francés, el trasformismo italiano o el rotativismo portugués.
33 C. García Encabo; C. Frías Corredor, “Sufragio universal masculino y politización campesina en la España de la Restauración (1875-1923)”, en <Historia agraria>, n. 38, 2006, pp. 27-46. La expresión entrecomillada procede de Carmelo Romero.
34 R. Serrano García, Revolución liberal y asociación agrícola en Castilla, 1869-1874., Valladolid, Universidad deValladolid, 1997.
35 Una visión crítica, aunque en conjunto, positiva en: J.-F.Chanet, “École et politisation dans les campagnes françaises au XIXe siècle”, en La politisation des campagnes, op. cit., pp. 91-106.
36 En los países mediterráneos se ha destacado la utilidad del concepto de sociabilidad para comprender mejor los procesos de politización, sobre todo en el mundo rural Centrado en este caso sobre Italia, véase: M. Ridolfi, “Gli spazi della politica nell’Italia rurale. Forme di sociabilitá e rappresentanza electiva tra ‘800 e ‘900”, en La politisation des campagnes, op. cit., pp. 287-313.
37 Véase, P. Calvo Caballero, Asociacionismo y cultura patronales en Castilla y León durante la Restauración, 1876-1923, Salamanca, Junta de Castilla y León, 2003. En este libro se resalta mucho el influjo ejercido por el asociacionismo católico agrario italiano
38 R. Villares, “Política y mundo rural en la España contemporánea. Algunas consideraciones historiográficas”, en La politisation des campagnes, op. cit., pp. 40-42. No sería acertado, por ello, seguir hablando de subordinación política del campesinado en relación a dichos sindicatos, como se sostiene en un libro, por otra parte, muy valioso: J.J. Castillo, Propietarios muy pobres. Sobre la subordinación política del pequeño campesino en España, Madrid, Ministerio de Agricultura, 1979..
39 Existió también una Federación Agrícola de Castilla la Vieja, de carácter no confesional, pero con muchos puntos de coincidencia con los católico-agrarios.
40 Sobre dicha ideología: J.J. Castillo, Propietarios muy pobres…, op. cit.
41 C. Gómez Benito, Políticos, burócratas y expertos: un estudio de la política agraria y la sociología rural en España (1936-1959), Madrid, Siglo XXI, 1996.
42 Con referencia al movimiento republicano, a sus diversas fórmulas y actuaciones en la provincia de Salamanca se han querido ver los gérmenes de un espacio alternativo sin el que no se entiende la política posterior: L. S. Díez Cano; P. Carasa Soto, "Caciques, dinero y favores. La Restauración en Salamanca", en R. Robledo (coord.), Historia de Salamanca.V.Siglo XX, Salamanca, Centro de Estudios Salmantinos, 2001, p. 104.
43 Vease sobre estos aspectos: M. C. Marcos del Olmo, Voluntad popular y urnas. Elecciones en Castilla y León durante la Restauración y la Segunda República (1907-1936), Valladolid, Universidad, 1995.
44 J. M. Carreño Díaz, “De la gestión a la revolución (1931-1936)”, en M. Redero San Román (Ed.), La Unión General de Trabajadores en Castilla y León (1888-1998). Historia de un compromiso social, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2004, pp. 179-180.
45 En torno a la aparición de la opción agraria, vista a través de uno de sus líderes: F. del Rey Reguillo, “Apuntes sobre un liberal agrario: Mariano Matesanz de la Torre (1867-1945)”, en <Historia y Política>, n.12, 2004, pp. 213-248. Para el contexto internacional: N. Koning, The Failure of Agrarian Capitalism. Agrarian Politics in the United Kingdom, Germany, the Netherlands and the USA, 1846-1919, London, Routledge, 1994.
46 L. E. Espinoza Guerra, "De la esperanza a la frustración: la Segunda República", en Ricardo Robledo (Coord.), Historia de Salamanca. V. Siglo veinte, Salamanca, Centro de estudios salmantinos, 2001. Debe consultarse asimismo: M. Vincent, Catholicism in the Second Spanish Republic: Religión and Politics in Salamanca, 1930-1936, Oxford, Clarendon, 1996.
47 Las fosas con restos de los fusilados tras el golpe de 1936 salpican toda la región y explican que la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica haya tenido su origen en Castilla y León. Una buena información sobre este acuciante problema y sobre algunas obras recientes: J. Keene, “Turning Memories into History in the Spanish Year of Historical Memory”, en <Journal of Contemporary History>, n. 42/4, October 2007, pp. 661-671.
48 Todos estos aspectos están muy bien estudiados en S. Gómez Cabornero, Cultura ciudadana y socialización política en la República. Actitudes y comportamientos de los vallisoletanos entre 1931 y 1936, Universidad de Valladolid, Tesis Doctoral, 2000.
49 Puede ser significativo que Manuel Azaña, el más caracterizado político republicano y decidido impulsor de la autonomía para Cataluña, declarara que “las preocupaciones de Castilla no son de orden regional, sino del orden del Estado”, por lo que le parecía completamente absurdo pensar en un regionalismo castellano.
50 Sobre el regionalismo castellano puede verse: J. A. Blanco Rodríguez (Coord.), Regionalismo y autonomía en Castilla y León, Valladolid, Junta de Castilla y León, 2004, y E. Orduña Rebollo, El regionalismo en Castilla y León, Valladolid, Ambito, 1986.
51 Esto aproximaría al modelo castellano a otros modelos europeos, como el construido en torno a la Umbria ya en el Risorgimento, pero que se vió reforzado con el fascismo: L. Di Nucci, Fascismo e spazio urbano. Le cittá storiche dell’Umbria, Bologna, Il Mulino, 1992. En torno a la compleja relación del fascismo con la cultura local, paesana: S. Cavazza, “El culto de la pequeña patria en Italia, entre centralización y nacionalismo. De la época liberal al fascismo”, en <ayer>, n. 64, 2006-4,, pp. 95-119. Este número de <ayer>, coordinado por X. M. Núñez Seixas y dedicado a la construcción de la identidad regional en Europa y España, es de gran utilidad.
52 Cit. en F. Gallego, Ramiro Ledesma Ramos y el fascismo español, Madrid, Síntesis, 2005, p. 154.