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Memoria e Ricerca

Vittime della guerra civile e commemorazione nella Spagna postbellica, 1939-2005

di José Luis Ledesma, Javier Rodrigo
in Memoria e Ricerca n.s. 21 (2006), p. 35


Víctimas de la Guerra Civil y conmemoración en la España postbélica, 1939-2005
Madrid, 18 de julio de 2005, 69º aniversario del inicio de la Guerra Civil española. Aprovechando la efeméride, y en pleno proceso de búsqueda de fosas comunes para exhumar a los fusilados por los sublevados y por la dictadura de Franco, Amnistía Internacional presenta un contundente informe en el que denuncia lo mucho que queda por hacer para rehabilitar la memoria de esas víctimas e invoca los «derechos» de las mismas.[1] Mientras tanto, un grupo de nostálgicos del régimen franquista honran a «sus muertos». 4 meses después, el 20 de noviembre, parecidos ecos se repiten en el 30º aniversario de la muerte de Franco. Con los medios de comunicación aludiendo a las violencias cometidas por uno u otro bando, un sinfín de voces y asociaciones evocan la cruel represión ejercida por los vencedores durante y tras la contienda. Al mismo tiempo, como todos los años, pero esta vez con bastantes más participantes, el Santuario del Valle de los Caídos, donde reposan los restos del otrora «Caudillo», es escenario de una concentración de quienes quieren conmemorar su memoria y la de los mártires y «caídos por Dios y por España». Sólo unos días antes, el ex ministro franquista y fundador del Partido Popular, Manuel Fraga, declaraba en un periódico italiano, al respecto de las fosas comunes de republicanos fusilados y de los símbolos franquistas existentes aún hoy, que «ci sono cose che è bene restino dove sono». Antes que abrir una guerra de la memoria, «dobbiamo evitarlo» puesto que «la storia dovrebbe essere lasciata in pace».[2] Afirmaciones que suponen la mejor prueba de que esa guerra está abierta y que algunos temen o tienen mucho que perder con su desarrollo.
Ya lo dijo poco antes de morir el escritor Manuel Vázquez-Montalbán. En la España de hoy, la Guerra Civil de 1936-1939 sigue persiguiendo al presente. Persiste en no ser una latitud cualquiera del pasado. De hecho, no lo ha sido tal vez nunca. Pero a la constante actualidad de ese periodo y de la inmediata postguerra que le siguió, se une desde hace algunos años su presencia inundatoria, conflictiva y contradictoria en los discursos públicos de todo tipo. Como es obvio, España no constituye una excepción. Se reproducen en este país las mismas referencias a los «lastres» y «deber de memoria», a los «usos políticos» y «públicos de la historia», al «síndrome» de un pasado «incómodo» «que no pasa», a la «consagración» e incluso «saturación» de la memoria que resultan hoy recurrentes en los discursos y narrativas sobre el siglo XX europeo. También a la península ibérica llega, como apunta Régine Robin, la tendencia al grand nivellement de las memorias y las víctimas del pasado que recorre nuestro mundo. Tanto al Sur como al Norte de los Pirineos, el pasado está asimismo de moda y los referentes colectivos tienden a buscarse antes bien en el ayer –un ayer real o imaginado– que en el presente o en cualquier tipo de horizonte futuro. Y al igual que en otros países, el pasado que obsesiona, irrumpe y se recupera sin pausa en la escena pública es el de las latitudes más dramáticas y conflictivas de la historia reciente –guerras mundiales y civiles, experiencias dictatoriales y de ocupación, el nazismo, el stalinismo–. Es decir, ese conjunto de fenómenos oscuros del Novecento o cuyo reconocimiento responsable y crítica determinan hoy, según la formulación de Tony Judt, la memoria moderna y la identidad europeas.[3]
La particularidad española radicaría tal vez en los distintos tiempos y evoluciones de esa presencia del pasado, así como en su inusitada y creciente intensidad y en su esporádica virulencia. Pero, en realidad, no es nada diferente lo que en última instancia se dirime tras el interés hacia el pasado por parte de actores políticos, institucionales, privados y asociativos : la lucha por el control, la gestión y el futuro de la memoria, y con ello de las identidades que ésta alimenta. Y tampoco lo es la específica dimensión pretérita que persigue e invade el presente hispano. Como rasgo definitorio de su actual «emergencia», la memoria occidental parece estar revestida de un deber cívico y se vehicula a través de la ubicuidad e incluso sacralización de las víctimas. Éstas pueden ser las del Holocausto –emblema moral contemporáneo por excelencia–, las de otros fenómenos bélicos y represivos o, en las versiones revisionistas, las de los regímenes revolucionarios y comunistas. Pero serán siempre, para concretar aun más, víctimas mayoritariamente civiles.[4] En efecto, lo que nutre en España la mirada hacia los años 1936-1939 no es la Guerra Civil en bloque. Es fundamentalmente, en una suerte de dramática reducción a posteriori del conflicto, el conjunto de las prácticas represivas desencadenadas durante la contienda y en la inmediata postguerra. Y, sobre todo, sus víctimas. Por eso, y por lo que pueden tener de símbolo, de icono declinado en presente, parece oportuno utilizar la genealogía, «construcción», presencias y usos de esas víctimas para acercarnos a la manera como ha sido representada y conmemorada la Guerra Civil española. A semejante labor, elaborada desde una perspectiva general y de largo recorrido, dedicaremos este breve ensayo.
«Mártires» y «caídos»: conmemoración política y encuadramiento social en la postguerra española
Llegada la clausura de la contienda española, el 1º de abril de 1939, la lucha no cesó en el plano simbólico y político. La dictadura se había instaurado a través de una sangrienta «Cruzada» contra el enemigo «rojo» y, a falta de otro tipo de legitimidades, se alimentaba de ese momento o mito fundacional bélico. De ahí que desde el comienzo ligara su suerte e identidad al mantenimiento de ese origen. Aquello era «una victoria sin compromiso ni perdón» y sólo cabían maniqueos binomios vencedores/vencidos, España/«anti-España» y una «presencia abrumadora y obsesiva» de la «Guerra de Liberación». Una presencia que construía un pasado épico, mitologizado y fetichizado, pero con la que en realidad se imponía una «desmemorización» y una «cultura del olvido» de la República y Guerra Civil reales y de los ideales y culturas políticas de los vencidos. Y precisamente era eso, junto a la eliminación física de miles de republicanos, lo que mantenía la unidad de la coalición vencedora en el marco de una estrategica ritual nacionalcatólica y una cultura política definida por conceptos como la «purificación»y la exclusión.[5] Concebido como una auténtica estrategia política, ese recurso constante a la guerra se convirtió en eje vertebral de la específica «memoria histórica distorsionada» que desarrolló el Nuevo Estado franquista, y fue difundido con todo lujo de medios por el poderoso aparato de propaganda y por la totalidad de las instancias políticas del régimen y sus apoyos sociales hasta el punto de ser una de sus principales «políticas de la victoria».[6]
Pero ese programa y esa memoria tuvieron perfiles más concretos. En la España de la postguerra se confirmaba que «las estructuras elementales de la memoria colectiva residen en la conmemoración de los muertos» y que «la recuperación de los muertos para las más diversas causas es la tentación más compartida del mundo».[7] También aquí fueron las muertes de la guerra el núcleo fundamental, y a menudo único, de esa política hacia el pasado. Evocar a los «caídos» del bando franquista muertos en los combates y, sobre todo, a los aproximadamente 55.000 «mártires» ejecutados por los republicanos devino así en el elemento nuclear de las representaciones y conmemoraciones de la Guerra Civil. Tal cosa convertía a las víctimas en emblemas morales, reificados e investidos de todos los valores de la «Nueva España». Construía una imagen de la contienda teñida de sangre que legitimaba a posteriori tanto la sublevación militar de 1936 comolas políticas de la dura postguerra. Hacía que prevaleciera en esos años una atmósfera de miedo, pero también de perpetuo duelo por los desaparecidos. Y por último, emborronaba y sancionaba la implacable represión ejercida contra los vencidos «rojos» –al menos 150.000 asesinados–, que eran reducidos así a rasgos identitarios negativos y sanguinarios y quedaban así completamente eliminados del discurso oficial, público y conmemorativo. En ese sentido, las autoridades lo tenían claro: no cabía lugar para el olvido. Semejante mensaje era perfectamente audible en la cúspide del Estado. Pero alcanzaba asimismo al conjunto de la maquinaria dictatorial de los vencedores. Por ejemplo, el alcalde de la pequeña ciudad aragonesa de Caspe, Fermín Morales, lo expresaba con claridad cuando se refería a los «recuerdos que nunca deben dejar de estar presentes en nosotros […]. La memoria humana es frágil», por lo que «necesita de estas llamadas de atención para que sus vibraciones no dejen dormir el recuerdo. […] Quien se queje con amargura no es buen español, porque olvida a los que dieron su vida que es todo, en beneficio nuestro»…[8]
Hoy son bastante conocidos cuáles fueron los vehículos o «llamadas de atención» de esa memoria oficial. Los medios de socialización masiva puestos al servicio de un Estado totalitario, como la prensa, Radio Nacional de España, los noticiarios del No-Do, el denominado «cine heroico» de los años cuarenta y cincuenta. La depurada e ideologizada educación del franquismo que, sobre todo a través de los libros de texto de Historia y Formación del Espíritu Nacional, mostró para toda una generación de niños la «España roja» en términos de «matanzas», «partidos sedientos de sangre», «revolución sanguinaria cruelísima [de] horrendos crímenes incomparables» o «mártires de la fe».[9] El sinfín de libros de «historia» de la guerra que coadyuvaron durante lustros a la producción de una memoria de la contienda que la presentaba como cruzada religiosa y patriótica contra la barbarie y el terror «comunistas»… La Causa General, que fue por un lado un macro-proceso judicial masivo relativo a todos los «crímenes» cometidos por los republicanos durante la guerra; y, por otro lado, un gigantesco esfuerzo propagandístico llevado a cabo por el régimen para registrar la totalidad de víctimas del «terror rojo» y para justificar así a posteriori el régimen franquista de cara «a la opinión mundial» y «a la Historia»[10]… Todos ellos eran canales diarios de una representación de la guerra excluyente y violenta impuesta desde el poder. Una representación que convertía a los «ausentes» en referentes políticos de los vivos y que comportaba para los «rojos» culpables de su martirio la expulsión simbólica –y en muchos casos real– del cuerpo social e identitario de la nación.
Pero junto a ellos, y mereciendo en particular nuestra atención, estaban también los «lugares de la memoria»; los espacios y rituales del recuerdo que, mediante la conmemoración y recreación de la guerra y de sus víctimas «nacionales», servían para fijar, estructurar y construir un particular pasado –que convertían periódicamente en presente–. Desempeñaron ese papel las múltiples conmemoraciones que salpicaron la posguerra y todo el país de homenajes a los «mártires de la Cruzada» cada 18 de julio (aniversario del inicio de la guerra), 1 de abril (de su final), 29 de octubre («día de los Caídos»), 20 de noviembre («día de luto oficial» y aniversario de la muerte de José Antonio), así como las misas de réquiem celebradas en cada localidad en recuerdo de los vecinos «vilmente asesinados por las hordas marxistas». Y cumplieron también esa función, en segundo término, los espacios físicos y monumentos que invadían lo cotidiano para recordar la guerra y elevaban las víctimas al panteón nacional y local. Esos instrumentos de un recuerdo construido eran numerosos. Pueblos y ciudades se llenaron de rótulos de calles dedicadas a José Antonio, a las víctimas locales o simplemente a los mártires, con lo cual se situaba a éstos en el centro de la relación entre los habitantes y su espacio urbano.[11] En todas partes aparecieron placas y lápidas que, «con el fin de perpetuar la memoria» de los «mártires» y «caídos», arrojaron al tiempo durante décadas sus nombres desde la fachada de la iglesia y los cementerios de cada localidad. Y por doquier surgieron cruces y monumentos dedicados a las víctimas que teñían de recuerdo plazas mayores, camposantos y lugares donde se habían producido las muertes. Todos esos «lugares» y celebraciones formaban parte de la ritualización y homogeneización del espacio y del tiempo necesaria a toda (re)construcción de una nación, sistema político o grupo, como la que estaba teniendo lugar en la España postbélica. Y su función no se ligaba únicamente a su presencia física cotidiana. Debía ser asimismo espacio de conmemoración con ocasión de cada aniversario o efeméride bélica nacional o local; escenario de comunión política en el que los vencedores de la guerra se vieran reconocidos.[12]
Por supuesto, el más significativo de todos ellos, la mejor metáfora de la relación que el «Nuevo Estado» quería establecer con el pasado bélico, y de hecho el espacio simbólico por antonomasia del régimen franquista, era el mausoleo del Valle de los Caídos en Cuelgamuros. Concebido por el propio Franco «para perpetuar la memoria de los Caídos de nuestra gloriosa Cruzada» y construido entre 1940 y 1959 con el empleo de la mano de obra forzosa de presos políticos, reposan en él los restos del dictador, de José Antonio y de otras 33.872 víctimas de la guerra, casi todos ellos del bando «nacional».[13] Asunto que nos lleva, además, a otra de las dimensiones de la práctica conmemorativa de postguerra. La propia gestión «física» de los cadáveres de caídos y mártires era ocasión y vector de esa práctica. Un conjunto de disposiciones gubernamentales fomentó y reguló la búsqueda y exhumación de quienes habían sido fusilados y enterrados clandestinamente por los «rojos». De inmediato, con todas las instancias estatales al servicio de la tarea, comenzaron en todo el territorio nacional las exhumaciones de «mártires», los trabajos forenses de identificación de los cuerpos y los funerales religiosos. Por último, y dando lugar a nuevas escenografías conmemorativas, el proceso acababa con el traslado de los restos mortales ­y su inhumación definitiva. Pero en ocasiones el destino de esos restos era más complejo. En el área de Madrid, donde hasta 1948 hubo al menos 1.115 cadáveres exhumados identificados, y otros muchos sin identificar, muchos de esos cuerpos eran enterrados en Paracuellos del Jarama. Era la localidad donde se había producido la mayor matanza ocurrida en zona republicana–más de 2.000 ejecutados– y «era criterio oficial reunir en [su] Camposanto todos los Mártires de la Cruzada de Madrid y su Provincia», al menos «en forma provisional hasta que se concluyan las obras del Valle de los Caídos».[14] En efecto, uno de los objetivos principales de Cuelgamuros era albergar los restos mortales de las víctimas. A partir de mediados de 1958, desde Paracuellos y desde otros muchos puntos del país fueron llegando miles de cuerpos y eran de nuevo inhumados en medio de un poderoso despliegue de actos litúrgicos y propagandísticos, convirtiendo el lugar en una enorme necrópolis franquista de la guerra y de la memoria.
Aunque sin la grandiosidad de Cuelgamuros, y sin albergar restos mortales, es tanto o más significativo el hecho que la mayor parte del país se vio asimismo sembrada desde los albores de la dictadura de espacios conmemorativos; de monumentos que, consagrados a las víctimas locales, y recuperando la retórica de la «perpetuación» de su recuerdo, representaban reproducciones locales del Valle de los Caídos por toda la geografía española. Si, como señaló Frances Yates, el ejercicio de la memoria incumbe asociaciones entre ideas y imágenes de un espacio, las presencias físicas de estos monumentos situados en los lugares nucleares de la vida comunitaria resultaron ser privilegiados constructores de específicas representaciones del pasado.[15] Y aunque el régimen se limitaba a dar nuevos contenidos a prácticas religiosas y conmemorativas anteriores, la promoción, impulso y masiva utilización que hizo de ellas demuestran que conocía sus eventuales frutos políticos. Lo demuestran también las condiciones en que fueron ideados y erigidos los monumentos. Esas condiciones eran, en primer lugar, las dictadas por la precaria situación económica de posguerra. Pero ello no fue obstáculo para que los años cuarenta presenciaran un incontenible torrente de proyectos de tales monumentos que llegaron a la inmensa mayoría de pueblos y ciudades del país. Lo importante era participar de esa misión impuesta por la cúpula del Nuevo Estado y no dejar cada localidad fuera de un proyecto para el que las directrices eran estrictas y recurrentes.
En segundo lugar, ese mismo rígido control y supervisión estatales componían la otra gran coordenada del proceso conmemorativo. Los monumentos debían ser, según una directiva ministerial, «piedras en honor al sacrificio», sacralizados «por la presencia de la santa cruz» y destinados a perpetuar el recuerdo de la violencia y a convertir la sangre vertida por los «mártires» en culto colectivo. Se añadía a ello una minuciosa y laboriosa reglamentación, de modo que cada monumento había de partir de un completo proyecto que había de pasar por distintas instancias gubernamentales provinciales y ministeriales como paso previo para su definitiva aprobación.[16] Entre los elementos de evaluación, estaba por supuesto la ubicación de estas construcciones, que debían ser erigidas en lugares céntricos, abiertos y, sobre todo, frecuentados y/o bien visibles. Importantes eran asimismo los argumentos de orden estético. Para evitar cualquier tipo de equívoco en su interpretación, el criterio ideal para erigir los monumentos lo constituían la sobriedad y la uniformidad en todo el país. Sobriedad y uniformidad que se lograban fundamentalmente huyendo de obeliscos, figuras humanas y composiciones barrocas y, sobre todo, otorgando un protagonismo absoluto a la figura de la cruz. De este modo, fuera por razones estéticas, técnicas o burocráticas, al menos cuatro de cada diez de los proyectos y solicitudes que hemos podido consultar fueron rechazados, cuestionados o sujetos a necesarias modificaciones previas para su aprobación. Ahora bien, por encima de todos esos criterios evaluativos, se trataba en última instancia de un control político. Como indicaba el delegado provincial de Propaganda de Navarra, el objetivo era «prevenir que en los pueblos […] se erijan monumentos sin el debido control», sin el control del Estado.[17]
Sin embargo, el panorama no sería completo si redujéramos el fenómeno a una única dirección. El masivo proceso conmemorativo, como la totalidad de sus políticas de memoria, no eran sólo una estrategia totalitaria programada unívocamente desde la maquinaria estatal. Era un fenómeno más complejo donde se daban cita proyectos estatales y locales, prácticas colectivas, códigos culturales e intereses individuales. En realidad, la guerra civil, con su terrible corolario de sufrimientos, división y sangre, constituía una base material y «objetiva» para que tales estrategias encontraran cierta audiencia popular. Gracias a ese fondo, esas políticas del recuerdo no se reducían a un diktat o imposición sobre una población supuestamente pasiva y manipulable. Se alimentaba de unas específicas condiciones sociales; en particular de los procesos de desestructuración social, cultural e identitaria que para las clases populares y los vencidos acarrearon la postguerra, el masivo éxodo rural y el desarrollo económico de los años 50-60. Se nutría también, y a su vez los reforzaba, de valores, temores y afanes de exclusión y de venganza anclados en determinados sectores de la sociedad desde los años Treinta.[18] Y en determinadas circunstancias, como por ejemplo prueban el estricto control del Estado y la mencionada anulación de muchos proyectos conmemorativos, daba pie a divergencias entre las prácticas locales y estatales.
En el estado actual de la investigación, es difícil poder perfilar con precisión las interacciones recíprocas entre dichos valores sociales y las prácticas conmemorativas, y resulta todavía arriesgado tratar de indagar en cómo estas últimas fueron recibidas por el fondo «neutral» de la sociedad. Ahora bien, existen algunos indicios de que el Estado no era el único actor de esas prácticas. Sobradamente conocido es hoy que el protagonismo de la Iglesia española era de primer orden. Desde el principio de la guerra, la jerarquía católica había prestado todo su apoyo a la causa de Franco y la había sancionado como «Cruzada» religiosa. Y aunque la curia romana de Pio XII, Giovanni XXIII y Paolo VI frenaron hasta 1987 las beatificaciones y canonizaciones de sus víctimas, su papel sería el de colaborador y promotor principal de las políticas de memoria franquistas.[19] De este modo, la Iglesia no sólo afianzó sin pausa su legitimidad y su privilegiada posición en el franquismo mediante el recuerdo constante de los 6.832 religiosos ejecutados durante la guerra. Extendió asimismo la categoría de «mártir» y de «persecución religiosa», apropiándose de sus muertes, a la totalidad de las víctimas del proceso revolucionario.
Pero junto a la Iglesia, otros muchos actores participaron en el hecho conmemorativo. Así, para recuperar las prácticas a que nos referíamos arriba, es significativo que muchas de ellas procedían no tanto del propio Estado cuanto de grupos, asociaciones e instancias de tipo privado y local. Por ejemplo, prácticamente todos los monumentos eran pagados y costeados por los ayuntamientos y –lo más significativo– por los familiares de las víctimas y, a través de suscripciones públicas y privadas, por particulares. De igual modo, la inmensa mayoría de esos espacios conmemorativos partían de propuestas elaborados por comisiones locales compuestas por las autoridades municipales y «fuerzas vivas», asociaciones privadas y familiares de las víctimas. De hecho, el verdadero origen de muchas de esas iniciativas era precisamente la actuación y presión de esas asociaciones de excombatientes, excautivos y familiares. Los ejemplos podrían multiplicarse. En Guadalajara, era la Hermandad de Familiares de Caídos local la que solicitaba y obtenía la colocación de sendas lápidas conmemorativas. No lejos de allí, la Asociación de Familiares de los Mártires de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz hacía ver la luz a finales de 1939 la iniciativa del monumento en un lugar tan relevante como Paracuellos, y poco después gestionaba, como hiciera también la más amplia Asociación de Mártires de la Cruzada de Madrid y su provincia, el traslado a esa localidad de los cadáveres exhumados en otras poblaciones. Sin salir de Madrid, la exhumación y la conmemoración monumental de otras víctimas tan relevantes como las del Cuartel de la Montaña (20/7/1936) surgían por iniciativa de la Hermandad de Madres y Familiares de los Héroes Caídos en dicho cuartel.[20] Y así, asociaciones similares, delegaciones de ex cautivos y simples grupos de familiares eran los promotores de prácticas conmemorativas por todo el país. Formaban un frente común que, lejos de limitarse a servir de meros agentes del proyecto franquista, lo nutrían con su duelo, su recuerdo obsesivo y sus derivas políticas. Porque políticas, y sociales, eran las implicaciones de su actuación. Conmemorar a «sus muertos» era una manera de excluir de la escena pública a los vencidos mediante la criminalización y la eliminación simbólica de las tradiciones, idearios y culturas políticas republicanas. Pero esa conmemoración era también, para ellos y para todos los apoyos sociales del franquismo, una forma de autorreconocimiento social, un vector conformador de identidades políticas. Una vía para integrarse en el régimen mediante una demanda pública cuyo cumplimiento significaba para el régimen de Franco, además, una fructífera fuente de legitimidad.[21]
El resultado de todo ese proceso fue la configuración y extensión de una memoria y una representación oficiales de la guerra que se erigió en columna capital del edificio discursivo legitimador de la dictadura, y de las que los crímenes «rojos»y las víctimas «nacionales» eran elementos nucleares. Mientras tanto, la violencia franquista permanecía sumida en un silencio oficial completo y el recuerdo de sus víctimas, nunca evocadas en el plano público y oficial, se diluía entre el miedo, la vergüenza y las conmemoraciones oficiales. Y si esto resulta válido en términos generales –mostrando cómo el Estado de Franco extendía una memoria «total» propia a su naturaleza de régimen totalitario–, se hace particularmente indudable en el plano de los marcos locales y áreas rurales donde habitaba la mayor parte de la población. Todos los estudios sobre esos ámbitos locales muestran la amplitud y calado de una política de memoria que, sin lugar alguno para los espacios y memorias alternativos, llegaba a cada esquina del país. Que llegaba, asimismo, a los propios derrotados de 1939, cuyo recuerdo personal, desprovisto de espacios públicos en los que reconocerse, apenas podía devenir en lo que E. Traverso denomina «memoria débil». Se recluía en lo privado y a menudo acababa por autorreprimirse para poder seguir adelante frente a un pasado tan lastrado por el dolor y la derrota.[22]
Desde la década de los años Sesenta, las políticas de memoria franquistas fueron reduciendo su intensidad. El nuevo contexto internacional, la evolución de la sociedad española y la aparición de una generación y unas clases medias menos próximas a la vieja propaganda, permitieron y exigieron al régimen ofrecer un nuevo discurso político sobre el presente y sobre el pasado. Del mismo modo que en 1964 ya no se conmemoraba la «Victoria» sino los «XXV años de Paz» y que términos como «Cruzada» venían sustituidos por el de «Guerra Civil», la centralidad pública de las víctimas se fue atenuando. Sin embargo, eso no significaba eliminar de un plumazo dos décadas de agudos usos públicos del pasado. En primer lugar, la dictadura nunca abandonó completamente las referencias míticas a la guerra ni se permitió prescindir del recurso a sus víctimas para sostener las identidades políticas que lo definían. En segundo término,en cierto modo era ya tarde: tras tantos usos y abusos del pasado bélico, las víctimas de un bando –y la ausencia de las del otro– y el recuerdo de la sangre se habían convertido ya en elementos insoslayables de la memoria colectiva para al menos toda una generación. Por último, el cambio discursivo no implicaba que el franquismo dejara de interesarse por moldear las representaciones de la contienda civil. Lo que significaba era que prevalecía desde ahora una lectura diversa del conflicto más aséptica y basada en la idea de la «guerra entre hermanos» y en el rechazo «ético» a (revivir) la guerra. Una lectura mediante la cual se intentaba «despolitizar» el recuerdo del conflicto y desactivar su carga polémica para que no amenazara la continuidad del tardofranquismo y, después, para que asegurara una transición postfranquista pausada, controlada y en ningún caso rupturista.[23]
El «pacto por el olvido». La transición a la democracia y las memorias de la guerra.
La muerte del general Franco en noviembre de 1975 supuso el inicio del desmontaje de régimen dictatorial. Pero desde años atrás estaban ya presentes algunas de las claves del proceso destinado a dotar a España de un sistema político democrático[24]. En los ámbitos eminentemente urbanos y cosmopolitas de las resistencias antifranquistas –estudiantiles, obreras, políticas–, la cultura del silencio y la omnipresencia de las víctimas impuestas por la dictadura empezaron a diluirse cuando buena parte de la oposición antifranquista renunció al recurso de la violencia y comenzó a trazar líneas de contacto con la oposición proveniente del propio régimen. La Guerra Civil estaba presente en esa urdimbre cultural empeñada en sentar las bases de un futuro democrático, pero siempre como referente en negativo: como un pasado de odios que era necesario superar. Tanto para la oposición como para la disidencia proveniente del franquismo, «la guerra era una herida que todavía supuraba, y la prioridad estaba en cicatrizarla lo antes posible»[25]. Y si el régimen de Franco había basado su legitimidad en sus caídos «por dios y por España», la democratización requeriría, a juicio de la oposición, renunciar al referente de «sus» caídos «por la democracia».
En ese contexto, no hacer de la Guerra Civil y su memoria un motivo de disputa fue relativamente sencillo. Se gestó así lo que Paloma Aguilar ha denominado un «consenso generalizado entre las fuerzas políticas por la no instrumentación política del pasado», renunciándose desde las instituciones políticas y desde la oposición a hacer cuentas con el pasado, o bien posponiéndolas [26]. Gracias a ello, el recuerdo colectivo de la Guerra Civil española tuvo esa poderosa función «tecnológica» que se le viene reconociendo en la transformación del sistema político, contribuyendo al célebre consenso democrático. Una y otra memoria, la de los vencidos y la de los vencedores, estuvieron presentes en la transición a la democracia. Pero se había decidido que esas memorias no interferirían en el proceso, en el marco del deseo generalizado de una democratización pacífica, y en consonancia con los paradigmas dominantes sobre la Guerra Civil que ya habían consensuado la inteligentsia franquista y antifranquista: los del «nunca más» y el «todos fuimos culpables». Y, en ese contexto, utilizando la expresión de Santos Juliá, se echaron al olvido las víctimas de la Guerra Civil [27].
Echar al olvido la guerra y sus víctimas suponía renunciar al «garante» de su memoria como factor de legitimación. Era prácticamente una exigencia de cuantos provenían de los aparatos del Estado franquista y que la oposición de izquierdas no consideró un daño irreparable. Eso no significaba que el pasado la guerra y las víctimas se olvidasen sin más. El «olvido» se redujo al importante, pero no único, ámbito político e institucional: al territorio de la rememoración colectiva y los usos públicos de la historia [28]. En aras de la gobernabilidad del país, se renunció a la II República como referente simbólico de pluralismo democrático, a la experiencia –y castigo– de los vencidos como guardianes de la pasada legitimidad democrática. Pero ni eso significa que el país estuviese atenazado, silenciado, obligado a olvidar. El olvido, siempre en el ámbito estrictamente político, no fue tan impuesto como aceptado, incluso en las filas de los partidos prohibidos durante la dictadura. El caso del Partido Comunista de España, que aceptaba al monarca proclamado por las Cortes franquistas y sacrificaba la simbología republicana, es tal vez el mejor ejemplo. También en lo relativo a las víctimas republicanas durante la Guerra y la dictadura. Soslayando problemas tan graves como la existencia de unos 30.000 cadáveres desaparecidos, el histórico líder sindicalista Marcelino Camacho diría, antes de la votación de la Ley de Amnistía de 1977, que ellos, los comunistas, ya habían «enterrado a sus muertos».
Detrás de estas imágenes, que tanto pueden ser utilizadas para demostrar la «normalidad» del proceso de transición como la «traición» de la izquierda a sus bases y a su memoria, se esconde la clave que posiblemente determina la situación actual de la «memoria de la Guerra Civil»: la renuncia al antifascismo como paradigma fundacional de la democracia española. Mientras que otras democracias, como la italiana o la francesa, se fundaron sobre el paradigma antifascista —con lo que eso conlleva de mantenimiento de símbolos estéticos de la lucha antifascista y de la crueldad de los regímenes anteriores [29]—, la española lo hizo sobre el de la superación del pasado bélico. El antifascismo, erradicado hacía tiempo a través de una cruenta guerra civil y una feroz represión no fue por tanto aglutinador político ni fuente de legitimidad alguna. La del naciente Estado democrático fue, de tal modo, un proceso constructivo, que partió de un mito fundacional, la misma transición pacífica. Y el lugar simbólico sobre el que se puso la primera piedra de la transición fue el consenso en torno a la «reconciliación nacional» y la necesidad de una transición no traumática.
Reconciliación, echar al olvido, transacción: esos fueron los mitos fundadores de la democracia postfranquista, y esas fueron las premisas de una de las leyes que más determinan la actualidad reivindicativa. La Ley de Amnistía de octubre de 1977 supuso la excarcelación de los detenidos por motivos políticos y de conciencia. Pero a su vez eliminó las posibilidades de enjuiciar –fuese en forma de procesos retroactivos o de Comisiones de la Verdad– los delitos de lesa patria, torturas, ejecuciones extrajudiciales o no, internamiento ilegal, violaciones, y demás repertorios de violencia ejercidos por la Dictadura de los vencedores de 1939. Entendida así no sólo como una acción penitenciaria sino, además, como un ejemplo paradigmático de la política de la memoria en la transición, esta ley es vista hoy como una suerte de amnesia judicial colectiva que aseguró la impunidad jurídica para los torturadores, asesinos y represores del régimen de Franco. A cambio de la excarcelación de un puñado de presos políticos, «bajo la apelación emocional a la “reconciliación nacional” se corrió un tupido velo sobre el pasado y se aceptó que aquellos actos de violencia institucional cometidos a lo largo de la dictadura quedaran impunes»[30]. Pero con ello, y con el cierre de la posibilidad de solicitar revisiones de sentencias o compensaciones económicas, la ley privaba asimismo a las víctimas de esa violencia de la restitución simbólica de su dignidad legal. El modelo español de transición a la democracia sustituyó de tal modo la omnipresencia de las víctimas de un bando por la invisibilidad oficial de todas ellas. Y como se mantenía la simbología heredada de la dictadura, todo ello generaba un agravio hacia los asesinados por sublevados y franquistas durante la guerra y la dictadura [31]. Un agravio al que contribuyó desde mediados de los años Ochenta, aprovechando ese vacío oficial, la Iglesia Católica mediante la invocación a los «Mártires de la Cruzada» de 1936-1939. A partir de la llegada al papado de Karol Wojtila, se retomaron los expedientes beatificadores. En 1987 el proceso comenzaba con la beatificación de tres monjas de Guadalajara fusiladas en 1936. A la altura del año 2000 ya habían sido beatificados o canonizados más de 250 víctimas de la revolución en guerra, y el proceso no se ha detenido.[32]
La transición democrática supuso, por tanto, el declive de la omnipresencia pública de las víctimas de la Guerra Civil. No hubo, de tal modo, una política de la memoria en sentido positivo tal y como hoy las entendemos, de «rehabilitación simbólica de las víctimas, reconocimiento público de su sufrimiento, construcción de monumentos y celebración de ceremonias» [33]. El plano político de la cuestión estuvo marcado por la no instrumentación política del pasado, y la inexistencia del debate político sobre las responsabilidades de los dirigentes y cuadros intermedios de la dictadura. En realidad, eso no implica que hubiera una similar inexistencia de la guerra en la producción intelectual, que ésta fuera atenazada —como sí había ocurrido durante la dictadura— ni que se prohibiera el debate público sobre el franquismo. De hecho, los datos indican que hubo más bien una superación generalizada de los paradigmas basados en el mantenimiento de la división entre vencedores y vencidos en la Guerra Civil. Hecho que contribuyó a que el 86% de los españoles considerasen el proceso de democratización un motivo de orgullo [34]. Hoy, se ha convertido en un lugar común hablar de los supuestos «pactos de silencio» o «mantos de olvido» —paradójicamente, el silencio y el olvido de los que más se ha hablado y recordado—. Sin embargo, a lo que se hace referencia con ello, lo que en realidad hubo es, eso sí, una notable ausencia de políticas de la memoria –o una política de la memoria basada en su invisibilidad–. Algo que hoy se percibe como injusto por sectores sociales de amplia mayoría de izquierdas que, bajo el término de la «Recuperación de la Memoria Histórica», pretenden cuestionar el paradigma de la transición, rendir homenaje al pasado antifascista y antidictatorial y suplir los costes de una democracia «amnésica» mediante un trabajo de carácter cívico y ajeno a los canales clásicos de la representación política: instituciones y partidos.
La «recuperación de la memoria» y el regreso de las víctimas
El 17 de marzo de 2005 los medios de comunicación españoles iniciaron un encendido debate al dar la noticia de la retirada de la estatua ecuestre del general Francisco Franco que, desde 1959, presidía una céntrica plaza de Madrid. Su presencia era símbolo de la reminiscencia, de la proximidad cronológica y sentimental de una larga dictadura forjada en tres años de guerra civil que logró perpetuarse hasta la muerte del dictador. Los cientos de kilogramos de hierro que daban forma al Caudillo de España simbolizaban el peso, el lastre de un pasado dictatorial en un presente de madurez democrática donde, sin embargo, perviven muchos símbolos públicos de la dictadura más violenta en tiempos de paz que existió en la Europa central y meridional.
Aparte de innumerables memoriales religiosos a los muertos «franquistas» –que en los últimos tiempos conviven con memoriales civiles, muchos menos, a las víctimas de izquierdas–, perviven en el espacio público las referencias laudatorias al imaginario personal y simbólico de los vencedores de la Guerra Civil. El país está aún plagado de simbología alusiva a la Guerra Civil, pero ésta no es equitativa, puesto que no fue revisada por completo en democracia. Las estatuas de Franco, las avenidas del «Generalísimo» o las plazas del «Caudillo» son un buen ejemplo. Otro es el mausoleo del Valle de los Caídos, que sigue en pie vehiculando la memoria de los vencedores y siendo objeto de polémica y controversia. Esa controversia solamente se explica, al margen de los intereses de la inmediata agenda política, por la existencia de códigos memorialísticos, macro-relatos identitarios y percepciones colectivas del pasado contradictorias entre sí. Por un lado, siguen vigentes lealtades políticas e identificaciones culturales con la dictadura de Franco, cada vez menos relevantes en el espacio político pero no así en otros ámbitos como los periodísticos y bibliográficos. Y por otro lado, sigue también vigente, o al menos así se percibe por parte de asociaciones de familiares de los vencidos en la Guerra Civil, un fuerte agravio comparativo hacia las víctimas de la victoria franquista, denominadas a menudo «caídos por la libertad y la democracia».
De hecho, España vive en los últimos años una creciente y reciente profusión memorialística, un creciente deseo de rescatar para el presente democrático valores, testimonios y vivencias de los vencidos en la Guerra Civil. Una preocupación por el pasado y su transmisión que está cada vez más presente en el espacio público y los medios de comunicación. La reivindicación de esa memoria, convertida hoy en objeto de movilización social, ha pasado de un ámbito familiar y local a otro asociativo a escala estatal, hasta llegar a la Presidencia del Gobierno. Comenzó hace unos años, al alzarse muchas voces contra el evidente agravio comparativo que supone el hecho que más de 30.000 personas asesinadas durante la Guerra Civil por los sublevados continúen enterradas en fosas comunes por toda la geografía ibérica. Y a día de hoy, se ha llegado al punto de cuestionarse los propios fundamentos de la democracia española, tildándola de desmemoriada, relativista y afásica; acusándola de haber servido como marco para la impunidad de delitos contra los derechos humanos y como coartada para la profusión de la que se ha venido a llamar «falsa memoria» o visión benévola e indulgente del franquismo. Muy presente también en buena parte de los medios de comunicación y bibliográficos, esa falsa memoria ha de entenderse como una consecuencia, no del debate historiográfico sobre el pasado, sino de la carencia de políticas de la memoria y de los paradigmas sobre los que se fundó la democracia española en los años Setenta [35].
Frente a eso, se llama hoy a la necesidad de «recuperar la memoria». Tal es la consigna más empleada a la hora de referirse a la presencia actual de la Guerra Civil española, la represión franquista y sus víctimas. Es una expresión no exenta de problemas epistemológicos y que se ha aceptado por los medios de comunicación, no sin dificultad, para aludir a toda una reivindicación política, social, cultural y moral: la reivindicación del republicanismo español hasta la Guerra Civil, de la resistencia antifranquista durante la dictadura y de los valores colectivos de dignidad, integridad o laicismo compartidos por los vencidos. Se trata, por tanto, de una concepción consuetudinaria que moldea el pasado en función al presente y, por tanto, de un uso –y a veces, de un abuso– público de la historia. Un uso público de la historia en el que se está poniendo en juego, además, el futuro de la memoria: cuál será la percepción colectiva sobre la generación, cercana a desaparecer, protagonista de la Segunda República, la Guerra Civil y el primer franquismo, sobre los conflictos que sufrieron y sobre los valores por los que vivieron y murieron. Las carencias de las políticas de la memoria han producido así que la generación de nietos de la guerra vuelva su mirada, para reivindicarla, hacia esa historia oscura de fusilamientos, asesinatos y exclusión social; a ese «pasado oculto» sobre el que los libros y las investigaciones históricas han vertido abundante luz, pero que no ha terminado de formar parte, precisamente debido a esas carencias, de una percepción colectiva sobre el pasado [36].
Generación, política y reivindicación son, por tanto, los tres vectores fundamentales que explican la visibilidad actual de la «recuperación de la memoria». Mientras que la generación que protagonizó la transición hizo renuncia explícita a la instrumentación política del pasado –a costa de la invisibilidad pública de las víctimas–, la generación de nietos de la guerra propone revisar esos paradigmas de la democratización, buscando en el pasado, además, referentes identitarios políticos para el presente [37]. Aunque haya quien crea que aún hoy existe un «silencio ensordecedor» en torno al tema de las víctimas del franquismo, lo cierto es, sin embargo, que la presencia pública de la guerra ha ido en progresivo aumento con el fin cercano de la memoria viva. Desde el año 2000, las narrativas del pasado se han visto invadidas por una dimensión del periodo bélico y franquista que parecía hasta entonces condenada al limbo del olvido público: la existencia en España de fosas comunes y de miles de desaparecidos víctimas de la maquinaria represiva franquista.
En ese año uno de los debates públicos más importantes en Europa giraba en torno al enjuiciamiento del dictador chileno Augusto Pinochet por parte del magistrado español Baltasar Garzón. Una amplia base política e ideológica de izquierdas vio en ese enjuiciamiento público y mediático una señal de partida. España no había juzgado a sus criminales de guerra; sus monumentos y calles pervivían por doquier en la geografía española; y los muertos sobre los que podrían sustentar su genealogía identitaria habían sido abandonados en fosas comunes, «enterrados como perros» sin dignidad. Era el momento de asociarse, de presionar a la opinión pública, de cuestionar los paradigmas fundacionales de la democracia. Y el mejor modo de hacerlo era desenterrar esos cadáveres, identificarlos, integrar sus memorias en la conciencia colectiva hacia el pasado, darles digna sepultura [38]. Ese mismo año se creaba la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) y sus animadores acometían la primera exhumación, en la que un nieto buscaba los restos de su abuelo en un pueblo de El Bierzo. Aquello fue el inicio y detonante de un fenómeno social de enorme magnitud. Desde entonces, la campaña de exhumaciones no ha hecho sino crecer. Por todo el país surgen asociaciones, colectivos y grupos similares consagrados a recuperar esa memoria. Y por iniciativa de todos ellos, el territorio nacional se ve salpicado de innumerables actos y pequeñas placas o monumentos en recuerdo de los vencidos y sus víctimas. Un proceso que, en lugar de remitir, no deja de crecer. En este caso, son los hijos y nietos de los vencidos los que protagonizan las prácticas conmemorativas y los que, por fin, pueden convertir en público el duelo y el recuerdo hasta entonces privados. Y tras el origen de éstas no existe el respaldo y dirección estatal de otrora. Pero pese a esas diferencias, las exhumaciones vuelven a abrir la tierra y el recuerdo colectivo al igual que sesenta años atrás; y, aunque tan distintas, las representaciones de la guerra civil vuelven a estar dominadas por la omnipresencia de las víctimas y su memoria.
La creación de esas asociaciones, las exhumaciones y, en suma, el resto de episodios son a la vez consecuencia del binomio recambio generacional / inminente fin de la memoria viva, y causa, al haber hecho de enorme altavoz, de la presencia de la Guerra Civil en el presente. La generación de nietos reivindica el pasado y reclama dignidad para las que se consideran sus propias víctimas. Dignidad que viene aparejada, en sus reivindicaciones, por la petición de políticas oficiales de la memoria, motivo por el cual presiona a las instituciones, consciente de que la «memoria histórica» o representación social del pasado es, ante todo, la reconstrucción del mismo dentro de un marco de referencia colectivo [39]. La memoria colectiva no es inmanente, no está previamente para después ser recuperada, sino que se construye desde el presente y, por ello, su institucionalización en forma de políticas concretas ha adquirido en los últimos años una presencia pública notable [40].
Por último, esa presencia, aunque sin alcanzar la intensidad de los años de postguerra, ha llegado finalmente al plano oficial. Al impulso de algunas comunidades autónomas por restituir económica, política o moralmente a las víctimas de la represión franquista, se ha sumado recientemente el mismo gobierno estatal, cuyo presidente del gobierno es precisamente nieto de una de esas víctimas. El pasado ha entrado, irremisiblemente, en la agenda política. Además, en ese ámbito político, al contrario de lo sucedido durante los años Ochenta y Noventa, el aspecto humanitario de la «recuperación de la memoria» ha sido asumido con pocas dificultades. En noviembre de 2002 se realizó una declaración parlamentaria de condena al franquismo en aras de la restitución moral de sus víctimas y represaliados. En diciembre de 2003 hubo un homenaje institucional de todos los grupos parlamentarios —excepto el PP—, a las víctimas de la represión franquista y sus familiares. Y en el momento actual se ha constituido una comisión interministerial para estudiar las eventuales reparaciones a las víctimas de la represión franquista, en medio de un debate público que tiene pocos visos de extinguirse a corto plazo. De hecho, la omnipresencia de esta cuestión es tal que para los sectores más conservadores se ha hecho necesaria la reactivación revisionista de los viejos mitos del franquismo a fin de contrarrestar la deslegitimación implícita que acarrea para ellos el debate público en torno a los aspectos más negros de la dictadura y la Guerra Civil [41].
El debate, sin embargo, no está exento de ciertas sombras. Algunas de ellas proceden de la extensión, apoyos mediáticos y éxito de esa ofensiva revisionista. Pero hay otras. La nueva presencia de la Guerra Civil también trae consigo algunas zonas oscuras, sobre las que merece la pena reflexionar para que la «recuperación de la memoria» –entendida, como aquí se hace, como algo necesario y legítimo– no se produzca desde premisas maniqueas o monopolísticas ni convierta el pasado en fuente de estereotipos. Así, por un lado, el signo de la memoria tiende a dotar a las víctimas de un carácter homogéneo, el de la lucha por la democracia, que resulta ser una simplificación reduccionista. Sin que ello implique cuestionar ni un ápice el carácter violento del Estado franquista ni el derecho de las víctimas y sus familiares a ser resarcidos, lo cierto es que la democracia no tenía el mismo valor simbólico en los años Treinta que en la actualidad y, por tanto, no todos los que se opusieron al golpe militar de 1936 lo hacían para defenderla.[42]
Por otro lado, y tal vez más importante, esta nueva profusión memorística tiende a dar tanta visibilidad a la violencia que ésta pareciera ser el único aspecto valorable del pasado bélico y dictatorial. De este modo, la represión franquista y sus víctimas –de nuevo ellas– se transforman, en un proceso de hipostatización, en toda la Guerra Civil. En esta ocasión, las narrativas de ese periodo no disponen de un todopoderoso aparato propandístico, de un Estado represor que acalle toda voz disidente ni de unas prácticas conmemorativas masivas e inundatorias. Pero como en la postguerra, y en buena medida a consecuencia de las políticas memorísticas del franquismo –a la manera de un necesario reverso o compensación– las víctimas vuelven a protagonizar toda representación de la guerra fratricida. Y, aunque por muchos motivos tan diferente, la conmemoración y la construcción de la presencia de esas víctimas vuelven a involucrarse en la articulación de identidades colectivas y en los combates por el futuro del pasado. Y sin embargo, como recuerda T. Todorov, «los envites de la memoria son demasiado grandes para ser abandonados al entusiasmo o a la cólera».


[1] España: poner fin al silencio y a la injusticia. La deuda pendiente con las víctimas de la Guerra Civil española y del régimen franquista, Sección española de AI (18/7/2005), consultable en www.es.amnesty.org/esp/docs/victimas_franquismo.pdf.
[2] Il Corriere della sera, 16/11/2005, p. 15.
[3] R. Robin, La mémoire saturée, Parigi, Stock, 2003; T. Judt, Postwar: a History of Europe since 1945, Penguin Press, Londra, 2005, en particular el epílogo «From the House of the Dead : on Modern European Memory». Si veda, junto a otros textos citados más abajo, T. Todorov, Les abus de la mémoire, Parigi, Arléa, 1995; H. Rousso, La hantise du passé, Parigi, Textuel, 1998; N. Gallerano, Le verità della storia. Scritti sull’uso pubblico del passato, Roma, Manifesto Libri, 1999; P. Ricoeur, La mémoire, l’histoire, l’oubli, Parigi, Seuil, 2000; J.-W. Müller (ed.), Memory and Power in Post-War Europe. Studies in the Presence of the Past, Cambridge, Cambridge U.P., 2002; A. Huyssen, En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, México, F.C.E., 2002; J.J. Carreras, C. Forcadell (eds.), Usos públicos de la historia, Madrid, Marcial Pons, 2004.
[4] J. Winter, La memoria della violenza: Il mutamento dell’idea di vittima tra i due conflitti mondiali, in L. Baldissara, P. Pezzino (a cura di), Crimini e memorie di guerra, L’ancora del Mediterraneo, Napoli, 2004, p. 127-141.
[5] M. Richards, Un tiempo de silencio. La guerra civil y la cultura de la represión en la España de Franco, 1936-1945, Barcellona, Crítica, 1999; Lo anterior, en P. Aguilar, Memory and Amnesia. The Role of the Spanish Civil War in the Transition to Democracy, N.York, Berghahn, 2002, e J.F. Colmeiro, Memoria histórica e identidad cultural. De la postguerra a la postmodernidad, Barcellona, Anthropos, 2005 (p. 43-46). Sobre el conjunto de los ritos y estética nacionalcatólica del régimen, si veda G. di Febo, ritos de guerra y de victoria en la España franquista, Bilbao, Brouwer, 2002.
[6] P. Preston, La política de la venganza, Barcellona, Península, 1997, p. 90; A. Cazorla, Las políticas de la victoria. La consolidación del Nuevo Estado franquista (1938-1953), Madrid, Marcial Pons, 2000.
[7] E. Traverso, Le passé, modes d’emploi. Histoire, mémoire, politique, Parigi, La Fabrique, 2005, p. 14; J.-M. Chaumont, La Concurrence des victimes; génocide, identité, reconnaissance, Parigi, La Découverte, 1997, p. 14.
[8] Alocución que el Alcalde de Caspe…, Caspe, Imp. La Tipográfica, 1940, p. 3-9.
[9] A. Ballesteros, Síntesis de Historia de España, Barcellona, Salvat, 1945 (6ª ed.), p. 554-556, y A. Serrano de Haro, España es así, Madrid, Escuela Española, 1962 (21ª ed.), p. 290-293.
[10] Decreto de 26/4/1940: Creación de la Causa General, in “Boletín Oficial del Estado”, 4/5/1940, p. 3048-3049, y Causa General. La dominación roja en España, Madrid, Ministerio de Justicia, 1943, p. iii-vii. Sobre la «Causa General», si veda J.L. Ledesma, La ‘Causa General’, fuente sobre la violencia, la guerra civil (y el franquismo), in «Spagna Contemporanea», n. 28, 2006 (pendiente de publicación).
[11] Y se conseguía, en palabras del Alcalde de Madrid en 1939 «limpiar de todos los símbolos y nombres que ha dejado en sus vías públicas un régimen político corrompido y nefasto para la Patria, y que prevalezca el sentido tradicional y limpio de España»: cit. en C. Serrano, El nacimiento de Carmen. Símbolos, mitos y nación, Madrid, Taurus, 1999, p. 175.
[12] J.R. Gillis (ed.), Conmemorations. The Politics of National Identity, Princeton U.P., 1994 subraya el elemento identitario de lo conmemorativo. Sobre los monumentos, el tratamiento de los muertos y la memoria de una guerra, vid. J. Winter, Sites of memory, sites of mourning. The Great War in European Cultural History, Cambridge U.P., 1995; L. Capdevila, D. Voldman, Nos morts. Les sociétés occidentales face aux tués de la guerre, Paris, Payot, 2002. Para España, E. Casanova, Violencia anticlerical y memoria de los mártires (1936-1945), Tesis Doctoral inédita, Universidad de Zaragoza, 2004, p. 371-409.
[13] D. Sueiro, La verdadera historia del Valle de los Caídos, Barcellona, Sedmay, 1976; P. Aguilar, Los lugares de la memoria de la guerra civil. El valle de los Caídos, in J. Tusell et al. (eds.), El Régimen de Franco (1936-1975). Política y relaciones exteriores, Madrid, UNED, 1993, t. I, p. 485-498; y el documental La memoria es vaga (Memory is Lazy), dirigido por Katie Halper (USA, 2004, 58 mins.).
[14] Archivo Histórico Nacional, Causa General [AHN, CG], legajo 1536: Pieza Especial «Exhumaciones de Mártires de la Cruzada». Los entrecomillados proceden de ramo nº 2, f. 165 (10/7/1942) y ramo nº 1, f. 70 (24/11/1946).
[15] F.A. Yates, The Art of Memory, Chicago, Chicago U.P., 1966.
[16] El proyecto se entregaba finalmente para ser valorado a la Vicesecretaría de Educación Popular y la Dirección General de Arquitectura (órdenes de 7/8/39 y 30/10/40, decreto de 1/4/1940 y ley de 20/5/1941). La citada directiva, en Archivo General de la Administración, Alcalá [AGA], Cultura, legajo 21/5372: Madrid, 8/11/1939.
[17] Ibid., legajo 21/5373, nº 37. Nuestro muestreo de esos proyectos y solicitudes, más de 160, se hallan en AGA, Cultura, 21/5370-5374.
[18] M. Richards, From War Culture to Civil Society. Francoism, Social Change and Memories of the Spanish Civil War, in «History & Memory», n. 14, 1-2, 2002, p. 93-120; A. Cazorla, Beyond “They Shall Not Pass”. How the Experience of Violence Reshaped Political Values in Franco’s Spain, in «Journal of Contemporary History», n. 40,3, 2005, p. 502-520.
[19] J. Casanova, La Iglesia de Franco, Barcellona, Crítica, 2005; H. Raguer, La pólvora y el incienso. La Iglesia y la guerra civil española, 1936-1939, Barcellona, Península, 2001.
[20] AGA, Cultura, 21/5371-5372; AHN, CG, 1536 (1), nos 1-17.
[21] Sobre sendas interpretaciones teóricas, en esa línea, de la collective remembrance y de los rituales, véase J. Winter, E. Sivan, «Setting the framework», in Id. (eds.), War and Remembrance in the Twentieth Century, Cambridge U.P., 1999, p. 6-39 (p. 9), e D.I. Kertzer, Ritual, Politics and Power, New Haven, Yale U.P., 1988.
[22] Á. Cenarro, Memory beyond the Public Sphere. The Francoist Repression Remembered in Aragon, e S. Narotzky, G. Smith, “Being político” in Spain: An Ethnographic Account of Memories, Silences and Public Politics, tutti e due in «History & Memory», n. 14, 2002, p. 165-188 e 189-228; E. Traverso, cit., p. 54ss.
[23] Cfr. P. Aguilar, Memory and Amnesia, cit.; F. Godicheau, Guerra civil, guerra incivil: pacificar el nombre que se le da, in J Aróstegui, F. Godicheau (eds.), Memoria e historiografía de la guerra civil, Madrid, Marcial Pons, 2005 (pendiente de publicación).
[24] J.C. Mainer e S. Juliá, El aprendizaje de la libertad 1973-1986. La cultura de la transición, Madrid, Alianza, 2000, p. 34.
[25] J. Muñoz, ­Entre la memoria y la reconciliación. El recuerdo de la República y la guerra en la generación de 1968, in «Historia del Presente», n. 3, 2003, pp. 83-100. Particular importancia tuvo la declaración del Partido Comunista (junio de 1956) de «Política de Reconciliación Nacional» y renuncia a la violencia.
[26] ­P. Aguilar, Guerra Civil, franquismo y democracia, in «Claves de razón práctica», n. 140, 2004, p. 24-33. También M. Pérez Ledesma, Memoria de la guerra, olvido del franquismo, in «Letra Internacional», n. 67, 2000.
[27] S. Juliá, Echar al olvido. Memoria y amnistía en la transición, in «Claves de razón práctica», n. 129, 2003, p. 14-24.
[28]Si veda T.M. Vilarós, El mono del desencanto. Una crítica cultural de la transición española (1973-1993), Madrid, Siglo XXI, 1998 e A. Medina, Exorcismos de la memoria. Políticas y poéticas de la melancolía en la España de la transición., Madrid, Ediciones Libertarias, 2001.
[29] Vid. Ch.S. Maier, The unmasterable past. History, holocaust, and German national identity, Londres, Harvard U.P., 1998; A. Huyssen, Monument and memory in a Postmodern age, in J.A. Young (ed.), The art of Memory: holocaust memorials in History, New York, Prestel-Verlag, 1997; L. Passerini (ed.), Memory and Totaliatarianism, Oxford U.P., 1992; J.E. Young, The texture of memory. Holocaust memorials and meaning, Londres, Yale University Press, 1993; G.H. Hartman (ed.), Holocaust remembrance: the shapes of memory, Oxford U.P., 1994.
[30] P. Aguilar, Justicia, política y memoria. Los legados del franquismo en la transición española, Working Paper 2001/163, Fundación Juan March, 2001, p. 8.
[31] Id., Memory and Amnesia, cit.
[32] H. Raguer, Caídos por Dios y por España, in «La Aventura de la Historia», n. 17, 2000, p. 14-28.
[33] A. Barahona, P. Aguilar e C. González, Las políticas hacia el pasado. Juicios, depuraciones, perdón y olvido en las nuevas democracias, Madrid, Istmo, 2002, p. 44. La referencia a la no instrumentalización del pasado, en P. Aguilar, Presencia y ausencia de la guerra civil y del franquismo en la democracia española. Reflexiones en torno a la articulación y ruptura del “pacto de silencio”, in J. Aróstegui eF. Godicheau (eds.), cit.
[34] F. Moral, Veinticinco años después. La memoria del franquismo y de la transición a la democracia en los españoles del año 2000, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 2001, p. 20.
[35] Sobre esas políticas, vid. F. Espinosa, Historia, memoria, olvido: la represión franquista, in A. Bedmar (ed.), Memoria y olvido sobre la guerra civil y la represión franquista, Lucena, Ayuntamiento, 2003, p. 101-139; C. Humlebaek, Usos políticos del pasado reciente durante los años de gobierno del PP, in «Historia del Presente», n. 3, 2004, p. 157-167. Sul «paradigma antifascista» in Italia e la recente sfida a esse, vid. F. Focardi, La guerra della memoria. La Resistenza nel dibattito político italiano dal 1945 a oggi, Laterza, Roma, 2005.
[36] Sobre los usos, N. Gallerano (1995), «Introduzione» e «Storia e uso pubblico della storia», in Id. (a cura di), L’uso pubblico della storia. Milano, Franco Angelli; F. Hartog, J. Revel (dirs.), Les usages politiques du passé, Parigi, E.H.E.S.S., 2001.
[37] Planteamiento de J.C. Monedero, El misterio de la transición embrujada, in J.L. Paniagua (ed.), En torno a la democracia en España. Temas abiertos del sistema político español, Madrid, Tecnos, 1999, p. 103-231, e V. Navarro, Bienestar insuficiente, democracia incompleta. Sobre lo que no se habla en nuestro país, Barcelona, Anagrama, 2002.
[38] Si veda P. Preston, Las víctimas del Franquismo y los historiadores, in E. Silva, et al. (eds.), La memoria de los olvidados. Un debate sobre el silencio de la represión franquista, Valladolid, Ámbito, 2004, p. 13-21. Para una reflexión general, T. Todorov, Mémoire du mal, Tentation du bien, Parigi, Laffont, 2000.
[39] Como señala D. Lowenthal, El pasado es un país extraño, Madrid, Akal, 1998 [1985]. También P. Ricoeur, La mémoire, cit. Ver también P. Jedlowski, La sociología y la memoria colectiva, in A. Rosa et al. (eds.), Memoria colectiva e identidad nacional, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, p. 123-134; L. Passerini, Antagonismi, in Dieci interventi sulla storia sociale, Torino, Rosenberg & Sellier, 1983, pp. 101-115.
[40] I. Peiró, La consagración de la memoria: una mirada panorámica a la historiografía contemporánea, in Ayer, n. 53, 2004, p. 179-205. Sobre el poder y la memoria, J.W. Müller, cit., e K. Hodgkin, S. Radstone (eds.), Contested Pasts. The politics of memory, Londra, Routledge, 2002.
[41] J. Rodrigo, Los mitos de la derecha historiográfica. Sobre la memoria de la guerra civil y el revisionismo a la española, in «Historia del Presente», n. 3, 2004, p. 185-195.
[42] Véase G. Ranzato, L’eclissi della democrazia. La guerra civile spagnola e le sue origini, Torino, Bollati Boringheri, 2004.